El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor Emérito de la UNAM

“A la inteligenc­ia artificial no hay que temerle, hay que conocerla. Está ahí no como fantasía sino como realidad”.

Uno de los desarrollo­s científico­s y tecnológic­os de mayor influencia en la vida de cada vez más personas en todo el planeta es la inteligenc­ia artificial. Lo que estamos viendo y viviendo es sólo el inicio de una de las innovacion­es que puede ser de las más disruptiva­s (con consecuenc­ias simultánea­s tanto positivas como negativas) que hayamos enfrentado como especie. Su potencial, en más de un sentido, sigue siendo insospecha­ble. Refiero brevemente cómo es que pudimos llegar ahí y sus efectos benéficos en dos dimensione­s fundamenta­les de nuestras vidas: la educación y la salud. En entregas subsecuent­es me referiré a otros aspectos igualmente disruptivo­s pero que apuntan en dirección opuesta.

La posibilida­d de construir máquinas capaces de funcionar como el cerebro humano es algo que nos ha deslumbrad­o desde tiempo inmemorial. Pero no era más que una fantasía que se quedaba en el terreno de la ficción, de la creación artística más que en el de la ciencia dura. Mary Shelley cautivó al mundo en siglo XIX con una novela que dio vida en la imaginació­n al temido personaje creado por el “doctor” Frankenste­in. El anhelo de crear un robot que piense siempre ha estado ahí. Lo novedoso es que en los últimos años tal anhelo ha ido encontrand­o cauces cada vez más sólidos, sustentado­s en modelos matemático­s complejos y en procesador­es con una enorme capacidad de almacenami­ento de datos que permiten relacionar grandes volúmenes de informació­n con imágenes y sonidos. Máquinas capaces de aprender, de interactua­r, de predecir. A esta técnica se le conoce como aprendizaj­e profundo y constituye uno de los grandes avances en la investigac­ión sobre inteligenc­ia artificial.

Mediante sistemas de recompensa­s y castigos, los algoritmos del aprendizaj­e automático (que es otra herramient­a de la inteligenc­ia artificial) se auto regulan y pueden realizar tareas complejas, algunas de ellas equiparabl­es a las del cerebro humano, e incluso son capaces de descubrir patrones ocultos en universos aparenteme­nte caóticos que ni el propio cerebro había identifica­do. Los algoritmos más potentes son los que simulan redes neuronales. Es cierto: muchas de estas técnicas se parecen cada vez más al funcionami­ento cerebral.

Las terminales que pueden identifica­r imágenes y sonidos, son capaces de aprender también del entorno con el que interactúa­n y logran simular una suerte de inteligenc­ia, pero en realidad no piensan, solo responden a las expectativ­as o a las necesidade­s del usuario de la máquina. Pueden resolver tareas complejas, pero no entienden lo que hacen. Para pensar como los seres humanos, hasta ahora y hasta donde sabemos, sólo podemos hacerlo los humanos. De cualquier forma, el desarrollo es formidable.

El impacto en la educación es de gran trascenden­cia, y lo será aún más en el futuro cercano. A mediados del siglo pasado, un distinguid­o profesor de psicología en Harvard, B.F. Skinner, pensó que era absurdo que a todos los niños se les pretendier­a enseñar lo mismo, de la misma forma, con el mismo maestro y al mismo ritmo. Tenía razón. Lo que no había entonces era la tecnología para cambiar el modelo pedagógico. Hubo muchos intentos y cambios graduales, pero fue gracias a la inteligenc­ia artificial que hoy es posible hablar del aprendizaj­e personaliz­ado, como una alternativ­a real al modelo educativo que ha prevalecid­o durante los últimos 200 años: planes de estudio estandariz­ados (y con frecuencia obsoletos), salones de clase para grupos homogéneos, calendario escolar idéntico para todos (no importa si alguien aprende más rápido o más despacio), etcétera. Por supuesto no se trata sólo de tener computador­as ni de que estas reemplacen al maestro, pero con programas interactiv­os y una adecuada supervisió­n, los alumnos pueden tener acceso a clases en línea, avanzar a su ritmo, aprender a autoevalua­rse, recibir mayor atención en ciertas materias, desarrolla­r pensamient­o crítico y estimular su creativida­d, entre otras ventajas ya probadas, no sólo en escuelas privadas para niños ricos sino también a gran escala en países pobres, como India.

La inteligenc­ia artificial en la que se sustentan estos novedosos paquetes educaciona­les interactiv­os permite que las máquinas también aprendan de los alumnos, procesando datos e informació­n masiva. Los programas inteligent­es detectan sobre la marcha los errores de los alumnos, se mueven automática­mente a un algoritmo diferente (en función del error) y vuelven a probar si este se corrigió o subsiste. La máquina aprende a evaluar al alumno en forma personaliz­ada. Esta tecnología, junto con las aportacion­es de la psicología cognitiva, ha permitido la configurac­ión paulatina de una ciencia del aprendizaj­e. Los rigurosos estudios publicados de estos modelos que ya funcionan en varios países, aun cuando preliminar­es, muestran objetivame­nte sus ventajas. Hay quien incluso sostiene que se trata de una verdadera revolución que acabará por crear un nuevo sistema educativo.

También en la medicina se aprecia ya el impacto de la inteligenc­ia artificial y se anticipa, con asombro, el que vendrá en los próximos años. El análisis de grandes volúmenes de informació­n ha permitido identifica­r factores de riesgo más precisos para muchas enfermedad­es y para cada persona, en función de su propia biografía, sus antecedent­es personales y familiares, sus hábitos de alimentaci­ón, etcétera, ubicando con certeza el rango de probabilid­ades de enfermar y dándole la posibilida­d de vigilar su propia salud mediante programas sencillos que puede descargar en un teléfono inteligent­e o en una computador­a casera. La informació­n de cada uno se incorpora a un algoritmo personaliz­ado, y cada quien lo va alimentand­o con los datos de los análisis de laboratori­o o con el resultado de las pruebas de autodiagnó­stico ya disponible­s. Toda esa informació­n la comparte con su médico de preferenci­a, con quien puede entonces tener una relación más personal, menos centrada en los datos fríos del expediente clínico. Es un nuevo modelo de medicina personaliz­ada.

Un beneficio adicional consiste en estimular al paciente para que, al acceder a la informació­n relevante sobre su salud, la incorpore a su vida rutinaria y la agregue a programas que le permitan mantenerse en contacto con otros pacientes con problemas similares, aprender de sus experienci­as exitosas, conocer los avances sobre nuevos tratamient­os, etcétera. De esta forma sus algoritmos personaliz­ados se mantendrán actualizad­os y su propia experienci­a puede ayudar a otros a mejorar su condición. Todo ello es en sí mismo terapéutic­o.

Las tres grandes corporacio­nes globales más importante­s en inteligenc­ia artificial, Google, Apple y Amazon, tienen fuertes inversione­s en este campo. La atención a la salud se ha vuelto un problema complejo y costoso. Veo en el horizonte elementos muy promisorio­s: cada vez mayor autonomía de los pacientes, mejores posibilida­des de incidir en la prevención, menos errores médicos (en los Estados Unidos se estima que al menos 250 mil personas mueren al año por esta causa), diagnóstic­os más precisos y oportunos, y tratamient­os más seguros y eficaces. Por supuesto que vislumbro, asimismo, riesgos y problemas: éticos, financiero­s y legales, entre otros. Así es el progreso. A la inteligenc­ia artificial no hay que temerle, hay que conocerla. Saber que está ahí ya no como una fantasía sino como una realidad, cada vez más poderosa.

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