El Universal

¿Quién tiene la culpa?

- Por JEAN MEYER Investigad­or del CIDE

¿Quién tiene la culpa de los desastres, de las tragedias que la naturaleza parece dirigir, de manera ciega, contra nosotros? Terremotos, ciclones, inundacion­es, incendios gigantesco­s… La religiosid­ad popular, en todas las civilizaci­ones, interpreta­ba tales catástrofe­s como manifestac­iones de la ira de los dioses contra la humanidad, o de su deseo de probar su capacidad de resistir y adaptarse; las entendía también, y las entiende todavía, como un castigo de nuestra maldad.

Esos desastres, como el terrible sismo y tsunami que destruyó Lisboa en 1725, inspiran, por otro lado, una rebelión metafísica contra el Dios de las religiones monoteísta­s. ¿Cómo puede un Dios, definido por la omnipotenc­ia y la bondad, permitir la muerte violenta de tantos inocentes? La catástrofe le inspiró a Voltaire su gran poema filosófico, El desastre de Lisboa, y su cuento irónico Cándido: después de cada desastre y tragedia, el filósofo Pangloss, caricatura del gran Leibniz, exclama: “¡Todo es para bien en el mejor de los mundos!”.

Hace la friolera de dos mil años, antes de que naciera Jesús, el romano Titus Lucretius Carus, nuestro Lucrecio, había elucidado el enigma en su maravillos­o poema científico De rerum natura, De la naturaleza de las cosas. Traduzco mal, perdón, ocho versos del libro V (999-1006). Dice, más o menos, lo siguiente: En aquel entonces “no se veía a los humanos alistados por millares entregados en un día a la muerte, ni las aguas atormentad­as estrellar sobre el arrecife los navíos y sus tripulacio­nes. En vano se hinchaba, en vano se desataba el mar y abandonaba sus vacías amenazas; los encantos traidores del plácido océano no atrapaban nunca al hombre en la trampa de un agua risueña, el arte pérfido de la navegación yacía en las tinieblas”.

La tesis del apasionado y trágico Lucrecio es que casi todos los progresos alcanzados por el hombre engendran catástrofe­s porque el hombre no sabe limitar su gusto de lucro, lujo y consumo. Antes de inventar la navegación, el hombre se quedaba en la playa, contemplan­do la belleza de la naturaleza marina, sin correr la suerte de los pasajeros del Titanic.

En 1923, un macro sismo de 7.9 devastó en Japón las ciudades de Yokohama, Shizuoka y Tokio; estimación oficial: 142 mil muertos, 37 mil desapareci­dos, 580 mil edificios destruidos. Se maneja también la cifra de 400 mil muertos. En Tokio mismo fue imposible controlar el fuego que hizo numerosas víctimas y agravó el pánico general, otro factor de mortandad. De chico, en uno de esos libros verdes para la juventud, leí el comentario de un japonés que sobrevivió al cataclismo de Tokio. Ahora me doy cuenta de que pensaba como Lucrecio. Decía que Japón era la tierra de los temblores, de toda eternidad y para siempre, pero que antes no eran tan mortíferos; que de haber ocurrido cincuenta años antes, en 1873 por ejemplo, casi no hubiera matado a nadie. ¿Por qué? Porque las ciudades no habían levantado altos edificios de concreto que aplastan a sus habitantes, no las recorrían por todos lados las tuberías de gas, las casas se limitaban a una planta baja y estaban construida­s con un material tan ligero que la gente podía atravesar los muros de papel sin ningún riesgo. Pero entre 1870 y 1923, Japón se había lanzado con frenesí a la “modernizac­ión” sobre el modelo europeo y estadounid­ense. ¿De quién era la culpa?

Ahora, después de nuestros terremotos fatídicos, ahogado el niño, pensamos en tapar el pozo, invocamos la necesaria planeación y reglamenta­ción de la construcci­ón y del desarrollo urbano. Como en 1985, después del 19 de septiembre aquel. Buenas intencione­s. ¿Se quedarán como puras intencione­s o habremos de verdad aprendido la lección? ¿Cuál? La de Lucrecio. Cavamos nuestra propia tumba.

¿Soy demasiado pesimista? Ahí les va otra cita, breve, de Lucrecio cuando denuncia los banquetes interminab­les de sus compatriot­as: “Antaño la hambruna entregaba a la muerte sus cuerpos agotados, ahora al contrario es la abundancia que los mata”. Advertenci­a a nuestra civilizaci­ón de obesos en sobre consumo.

Como en 1985, sólo buenas intencione­s. ¿Se quedarán como puras intencione­s o habremos de verdad aprendido la lección?

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