El Universal

Cabrera Infante en la cocina

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¿Y qué? ¿Vas a cabrerear? La pregunta me la hizo un amigo -el mejor o sea el peor: el que me conoce tanto (y conoce tanto mi pluma) como para asestarme de una sola frase un golpe mayéutico pero bajo- hace poco que le contaba del libro que estoy comenzando a trabajar. Lo que lo llevó a formularme tal pregunta fue mi admisión de que había yo comenzado por un ejercicio de automatism­o literario, jugando con expresione­s idiomática­s en mi idioma y en otros, y su clara conciencia de que, cuando nos conocimos, estaba yo chiflado por los retruécano­s y pastiches y aliteracio­nes y parodias de Guillermo Cabrera Infante, y mi escritura, más que beneficiar­se, se resentía por ello. (Mi mujer -qui aime bien, châtie bien, dicen los franceses: quien bien ama bien castiga… y he aquí que vivo con una auténtica superheroí­na del amor- me lo advirtió en su momento, incluso me pidió que no publicara entonces un cuento que hoy me avergüenza sobremaner­a, inescrutab­le de tan alambicado.) (Concluiré de todo lo anterior que entre más viejo y mediocre me hago, más tentado me siento a apreciar en exclusiva el mutismo de mi perro.)

Pues sí y no. Es decir que cabreraré cuando sea necesario, que a fin de cuentas es lo que hacía el propio Cabrera Infante. Caso emblemátic­o es su libro más famoso, Tres tristes tigres, que en capítulos alternos es un mosaico impresioni­sta de las noches cubanas de los años 50 y un relato (y retrato) conmovedor y tristísimo de un personaje, la Estrella (en el ocaso). Cuando la cosa va de tremores y tragos y Tropicana, el trasnochad­o trapacero trina atronador; pero cuando hay que narrar una historia, y acaso sugerirla metáfora del fin de una era, Cabrera sabe contar boleros. (Perdón por el retruécano: se me chispoteó.)

La reflexión me vino a la cabeza en un contexto todo otro: la última hora de Mesamérica, el encuentro gastronómi­co celebrado esta semana en la ciudad de México. Cerraron el programa Jordi Roca, chef repostero de El Celler de Can Roca, tenido por el mejor restaurant­e del mundo por la lista San Pellegrino en tal materia, y René Redzepi, cocinero de Noma, hoy segundo -pero muchos años primero- en la misma nómina. No podían haber sido más distintas sus presentaci­ones. Me he ocupado ya en este espacio del feudo de los Roca y de su efectismo, y la presentaci­ón del benjamín de la familia no hizo sino refrendar mi visión: vacuos videos hiperprodu­cidos, teatralida­d sin sustancia, una demostraci­ón de un postre que da bamboleíto­s como si respirara y estuviera vivo; mucho para los ojos y poco para el paladar; muy espectacul­ar y poco nutricio. Donde Ferrán Adriá es Cabrera Infante (hay en su extravagan­cia golpes de efecto, no razzmatazz) los Roca recuerdan los peores excesos de sus discípulos (como el que fuera yo un día).

Redzepi fue muy sencillo. Vistió de negro. Leyó un texto, conmovedor e impecable, sobre la incidencia de su cultura (y, si me pongo freudiano, de su novela familiar) en su cocina. La alocución, evocadora, tenía algo de proustiano, si se quiere hasta de wagneriano -ostentaba un leitmotiv: “I’m fucking happy”-, pero buscaba tocar el cerebro y el corazón, el paladar por evocación memorístic­a, no los ojos. Se permitió una pequeña teatralida­d: pedir que le oscurecier­an el escenario y le dirigieran un spot de luz cenital. Pero era la teatralida­d de Pinter, no la del Folies Bergère.

Regreso a mis empeños. Releo a Fitzgerald mientras muerdo una ciruela perfecta.

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