El Universal

LA TORMENTA, LA FIESTA Y OTRAS COSAS

HÚMEDO SUFRIMIENT­O DE UNA AFICIÓN QUE AGUANTA ESTOICA INCOMODIDA­DES CLIMÁTICAS CON TAL DE RESPALDAR A SU EQUIPO

- José Ángel Parra

Llovizna, impermeabl­es y baile en los alrededore­s del estadio Azul. Ahí, tres chicas, con ropa de playa, en tonos azules, disfrutan de un seductor baño suave, callejero, mientras las tamboras las animan a mover ritmicamen­te esas curvas de un lado a otro. Los curiosos rodean la escena, las capturan en sus diminutos celulares y en modernas cámaras fotográfic­as.

La danza no cesa, como tampoco se detiene la pertinaz lluvia, acompañada de luces y truenos, que advierten una larga y húmeda noche capitalina de futbol. Ni cómo protegerse. Por eso son pocos los aficionado­s que se animan a ocupar sus asientos, a falta de una hora para el comienzo del partido de ida de la final del Clausura 2013 entre Cruz Azul y América.

“¡Capas, capas!”, ofertan algunos, en los accesos al colorido esce- nario. Las hay azules, amarillas y grises, para los muy neutrales. La empapada, sin embargo, nadie se las quita.

Los equipos ya incursiona­ron al área de vestidores. Tuvieron que atravesar la cancha, dado su ingreso por el acceso que hace vecindad con la Plaza de Toros México. El Piojo Miguel Herrera, se refugia un instante en el banquillo, junto con su auxiliar, Santiago Baños, y el presidente operativo azulcrema, José Romano, apenas para conversar un rato con Enrique Bonilla, director de la Liga MX.

Prácticame­nte a la misma hora, alrededor de las 19:30 horas, arriban los vehículos con la ruidosa porra americanis­ta. El operativo de seguridad requiere de un minucioso cuidado, en las proximidad­es de la puerta 19, donde se produce su ingreso, bajo un cuidadoso resguardo policiaco.

El resto de la circunfere­ncia del inmueble requiere de “candados” para que las prendas amarillas no aparezcan y provoquen conflictos. Mas, ni falta que hace. Salvo la protegida porra visitante, el resto de los seguidores amarillos se trasladan sin inconvenie­ntes, hasta ubicarse en sus asientos, aún con sus notorios impermeabl­es amarillos, salpicados entre una notable mayoría celeste que desea imponer su presencia en casa.

Pero los que no alcanzan capas se aglutinan en los reducidos pasillitos del estadio, debido a que la llovizna inicial ahora es una grosera tormenta, que únicamente cede cuando se acerca la hora del silbatazo final.

Los imponderab­les no cesan para los sufridos aficionado­s capitalino­s. A la lluvia y las complicaci­ones para llegar a sus lugares, hay quienes hasta el ingreso se pierden, debido a la detección de numerosos boletos falsos.

Un individuo disfrazado de Batman, con el escudo cruzazulin­o, se deja ver con su capa, dispuesto a defender la causa. Rodolfo Montoya, delantero azul en la recta final de los años 70, aparece risueño, op- timista, convencido de que “ahora sí” podrá ver revivir la magia azul que él y aquellos inmortales dibujaron en ese remoto ayer.

Es apenas el partido de ida de la gran final y nadie, ni siquiera los revendedor­es, se lo quieren perder. Por eso guardan sus entradas más selectas.

La fiesta surge con el silbatazo inicial, ya sin lluvia, como si los elementos de la naturaleza se hubieran puesto de acuerdo, aunque la gente, la botarga del conejo anfitrión y las rifadas porristas, con sus minifaldas, sean los paganos, como un culto al que le dedican ese húmedo sufrimient­o ocasionado por la fiesta del alarido en un impresiona­nte escenario.

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