Tiziano os respeta
Todo empezó en Venecia, donde el 23 de febrero de 2020 se canceló el carnaval por primera vez en mil años y donde el 27 de agosto de 1576 murió Tiziano Vecellio, después de cambiar la historia de la expresión humana. La peste y el arte, la muerte y el sexo, la atonía y el color anudan la danza salvaje de nuestra condición en ningún sitio como en El Prado. Se expone al exponerlas a los ojos birojos de la pacatería interseccional, donde militan los entendimientos nublados por el humo de sus propias teas incendiarias. Pero Madrid se niega a ocultar su tesoro ni ante el virus ni ante la estupidez.
El maestro veneciano desafía a la literatura para someterla a la superioridad de la pintura. Ni bien entrado en los sesenta renuncia Tiziano a celebrar el goce de lo que somos y su lamento también. Toma la vida humana como viene y la devuelve dramatizada a la mirada del hombre del futuro, de la mujer del futuro, por si tienen la honestidad de reconocerse. Tiziano no moraliza, como a menudo hace Ovidio, porque respeta demasiado la materia humana con la que trabaja y porque sospecha que a mortales y a inmortales puede igualarlos la pasión.
Las pasiones de El Prado contrastan fuertemente con la vida al ralentí de la pandemia. Pero tampoco fueron pintadas en el paraíso: mientras la voluptuosidad sonrosada de una diosa aflora en el estudio, afuera Europa se desangra en guerras de religión. Los inquisidores, ayer como hoy, acechan el desnudo que prueba la pericia del artista. Pero el pincel de Tiziano no titubea cuando estampa su firma en el pecho de una ninfa en trance de bacanal. «Carlos III quiso quemar algunos de estos cuadros», nos recuerda el sabio Falomir. Los refugió Mengs en la academia de San Fernando porque sabía que el poder casa
R.mal con la belleza, y que la censura –hoy como ayer– es el vicio de los virtuosos.
Las pasiones son peligrosas, sí. Vivir desata la pulsión de dominar y de ser dominado. ¿Qué moral nace del índice implacable de Diana, que castiga a la ninfa Calisto por dejarse violar? Si cabe reproche aquí no se dirige contra el violador, que ni aparece, sino contra la intransigencia amazónica de la diosa más feminista del panteón. ¿Qué catecismo avala la lluvia dorada que cae sobre Dánae, o el ojo inyectado del toro que rapta a Europa mirándonos desde la torva esquina del lienzo? El mismo ojo sanguinolento que exhibe Zeus reencarnado en águila mientras arrebata a Ganímedes con intenciones inocultables. ¿Y qué justicia puede haber en el mundo cuando un jabalí puede robarle su amor a la diosa del amor? Ni Tiziano ni Rubens ni Ribera nos adoctrinan. Se limitan a confrontarnos con la violencia de nuestras emociones. Mitología contra literalidad, arte contra simpleza.
La vida, de momento, sigue confinada en El Prado.