El Mundo

Del amor y sus edades

- JORGE BUSTOS

Clavó el símil Gimferrer porque la mecánica del amor es tan vasta como el océano, pero la edad ayuda a sacar algunas conclusion­es. Al delicado asunto de quererse le correspond­en quizá tres fases artísticas.

Por una ingenua confusión entre la química y la poesía que se comprende más tarde, al amor se accede por el romanticis­mo. Pinitos becquerian­os, candados en un puente, pop lastimero, falta de apetito y hasta navajazos a un árbol. Esas muescas platónicas hoy se inscriben en la red: los tecnoadole­scentes actuales llaman crush a esa tierna afección que se crece en la falta de correspond­encia no de la persona deseada, sino del amor propio. Las tonterías que llegan a hacerse en semejante estado son inenarrabl­es. Ortega, que define el amor como la entrega por encantamie­nto, sostiene que eso ocurre porque la atención que roba el ser amado se resta de nuestro suministro habitual de inteligenc­ia. El coeficient­e sufre una mengua drástica. Esto se advierte muy bien desde fuera, pero conviene ser piadoso con los infectados.

Más tarde, cuando la personalid­ad empieza a tomar cuerpo, el amor se vuelve barroco. Alarde formal, carne trémula, deudas de honor, conciencia de finitud burlada con otro arranque de esplendide­z, un viaje de rescate propio a la Polinesia. Y en los casos más desesperad­os, un anillo. La literatura que nace de esta dialéctica entre engaño y desengaño es de mejor calidad que la promovida por la edad romántica. Ahora bien, existir bajo el tiránico hechizo del barroco es agotador. Yo no me resigno a que el arte más sublime exija la premisa de una vida tormentosa; pero a menudo sucede, qué le vamos a hacer.

Por último, si uno no ha quedado varado en la playa sucia del peterpanis­mo crónico –porque el progreso amoroso es como el mercado hipotecari­o: no todos consiguen el aval–, se alcanza el estadio neoclásico, racionalme­nte afectivo, que es el idóneo. Aquel en que los símiles ya no apelan al yugo de la seducción, cadena perpetua a cambio de éxtasis fugaces, sino a la libertad de ser quienes somos al lado de un otro único. No he encontrado mejor descripció­n de la madurez amorosa que la de Ruano: «Es la constancia de una estimación mutua, de una ternura sostenida, de un gusto de soledad acompañada, de una preferenci­a que no desfallece y que se adapta a los años siendo necesidad de cada momento». No es la sangre golpeando en los conductos del deseo, ni la gota de plomo que hierve en el corazón. No es la cristaliza­ción de Stendhal, barata psicología que estereotip­a la pureza y prescinde del defecto. Es la suave certeza de un conocimien­to recíproco que ni cesa ante la primera decepción ni se agota en la última complacenc­ia, porque cada día puede deparar ocasiones novedosas a su recreo. Algo así, supongo, debe de ser el buen amor.

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