El Informador

“Corazones abiertos”

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En medio de una sociedad de consumo que prima el tener sobre el ser, casi nadie se libra de ser tentado o manipulado por la propaganda del bienestar que establece la “felicidad” humana en la opulencia, en producir y consumir, en tener y gastar. Es por ello que esta liturgia dominical nos viene bien, es una muy buena herramient­a que nos ayuda a entender cuál es el problema de la “riqueza”.

El problema de este hombre rico que aparece en el evangelio no es que sea rico, ni que se preocupa por asegurar su porvenir, lo grave y triste del asunto es que se ha desentendi­do de Dios, no vemos que agradezca lo abundante que ha sido su cosecha, tampoco leemos ningún interés por compartir, pero sí un pronto plan para acaparar todo para sí mismo. Este es un buen ejemplo de cómo una persona llega a idolatrar su dinero y sus haberes.

De ordinario vemos que los conceptos de pobreza y de riqueza que tiene el mundo no coinciden con los de Dios. ¿Qué es un rico o un pobre para Dios? Es pobre ante Dios el que amontona riquezas para él solo, cerrado a los valores del Reino y al compartir con los demás; es rico, en cambio, el que mantiene su vida y su corazón abiertos a Dios y sabe poner al servicio de los demás sus bienes, su abundancia o su escasez.

Está bien que todos queramos ser felices, mejor aún, que busquemos ser ricos. Es lo que también quiere Dios: que todos sus hijos vivan bien, que no les falte lo necesario, ya que la miseria material no es un bien en sí mismo. Esto nos debe ayudar a entender que el bienestar no es una aspiración despreciab­le, ¡claro!, siempre y cuando no se logre a costa de valores superiores como la libertad de espíritu, la disponibil­idad, la apertura y confianza en Dios, el compartir con los que no tienen, el respeto a los derechos de los demás, el desprendim­iento de lo superfluo para uso de los demás.

Las riquezas endurecen el corazón y apartan de los hermanos. Es el peligro al que estamos expuestos si no vemos en el prójimo a Dios, “que hace salir el sol para buenos y malos” (Mt. 5, 45). Quien no es solidario tiene el corazón encallecid­o y su razón enturbiada por el egoísmo devorador.

El verdadero discípulo de Jesús, no tiene que sentir vanidad ni sin sentido cuando deja parte de lo suyo para ayudar al que no trabaja. Quien trabaja con sabiduría y comparte su labor con el que no tiene, vive con la alegría de quien invierte, cambia, la desigualda­d, de tal modo que su actuación nivela la sociedad, produce bienestar y hace presente en el mundo el Reino de Dios.

Sería bueno ponernos por un momento al final de nuestra vida y pensemos: ¿Qué podemos llevarnos sino lo que hayamos invertido en el amor a Dios y al prójimo? Lo que has acumulado, ¿de quién será?

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