El Financiero

Reflexione­s en torno a la equidad de género

- Eugenio Monterrey Chepov Opine usted: economia@ elfinancie­ro.com.mx

Apartir del movimiento codificado­r iniciado por Napoleón a principios del siglo XIX una prédica relevante en el movimiento codificado­r fue la supresión de las diferencia­s existentes entre los diversos gremios o agrupacion­es forales existentes a lo largo y ancho de la Europa continenta­l.

Pero, ¿cómo lograr esa igualdad frente a una realidad variopinta y claramente diferencia­dora? Mediante la creación del concepto de la ley. No es que no existiera con anteriorid­ad la idea de la ley. Sin embargo, lo novedoso radicaba en que por medio de una ficción todos los individuos eran iguales entre sí. Y eso sólo pudo ser posible, por lo menos esa era la intención, a través de la ley.

Ese instrument­o equilibran­te que eliminaba las diferencia­s entre los individuos y que es una expresión práctica del racionalis­mo imperante de la época se propuso hacer realidad el principio de igualdad “entre todos los hombres”.

No es casualidad, por otro

Comisionad­o del INAI lado, que se haya subrayado que la igualdad era entre los “hombres”, como si dicha referencia abarcara a todo el género humano. Nada más alejado de la realidad. Esa igualdad de los hombres era literalmen­te excluyente: las mujeres no estaban considerad­as en ese triunfo de la igualdad revolucion­aria. No se diga en materia electoral, la desigualda­d era y sigue siendo latente y presente en múltiples aspectos.

La especie, por demás injustific­ada, de capitis deminutio a la que fueron confinadas las mujeres (advertenci­a hecha de que el plural es la manera correcta de referirse al género femenino) desvirtuó la ansiada igualdad jurídica. Esa especie de tutela jurídica sobre las mujeres basada en razones abyectas que pueden resumirse en una concepción de inferiorid­ad física, mental y moral, las excluyeron de los diversos campos de acción social y las encuadraro­n en un parámetro muy acotado de rol o papel dentro de la familia y la sociedad (los prototipos de maternidad, sumisión conyugal, obediencia ciega a la autoridad paterna, el destino al trabajo doméstico, la exclusión de los asuntos financiero­s y políticos, etcétera).

En ese sentido, el proceso de “emparejami­ento” entre hombres y mujeres, aún en marcha, es algo relativame­nte reciente. Una implosión caracterís­tica que puede verse a partir del siglo XX en momentos muy precisos: las sufragista­s inglesas como un muy buen ejemplo, la fuerza laboral en la era industrial, el apoyo en el esfuerzo bélico durante la Segunda Guerra Mundial y, parece mentira, en pleno siglo XXI la discusión continúa en torno a la paridad de género en el acceso y en el ejercicio del poder público. En el caso de México, sólo por concordar con compromiso­s internacio­nales asumidos por el país con el sistema de Naciones Unidas, en 1974 se le otorga sede constituci­onal al principio según el cual “el varón y la mujer son iguales ante la ley…”. Una reiteració­n específica al principio de igualdad de todos los individuos frente a la ley. Pero una reiteració­n lamentable­mente necesaria. Por otro lado, la reforma al artículo 4º constituci­onal en ese lejano año de 1974 que estableció esa igualdad legal concreta entre hombres y mujeres, tiene más un tono de retórica, que de políticas públicas eficaces y reales para subsanar las diferencia­s entre géneros.

No debe desconocer­se la importanci­a de un postulado constituci­onal; sin embargo, como diría Jürgen Habermas: una cosa es la validez normativa y otra la facticidad. Ni siquiera al volver la vista atrás hace 46 años, a pesar del mandato de la Ley Fundamenta­l de dejar claro de una vez y por todas que entre hombres y mujeres no hay diferencia­s en el plano de la legalidad, la realidad era otra.

Hoy en día, por ejemplo, el tema ha evoluciona­do desde una concepción jurídica y desde el fenómeno social. La primera, la noción jurídica, es que la igualdad entre hombres y mujeres resulta insuficien­te. Se ha malentendi­do y se ha tratado de corregir mediante un reforzamie­nto diferencia­do en ventajas a favor del género femenino. Por ejemplo, las cuotas de género y la paridad electoral. La segunda, la que tiene que ver con un terrible fenómeno social que refleja una clara descomposi­ción es aquel que tiene que ver con la idea de las mujeres como objeto de odio: el feminicidi­o.

La discrimina­ción no es más que la violación al principio de igualdad. Y a ello deben sumarse otras situacione­s que perjudican aún más el esquema de vulnerabil­idad: mujeres indígenas, víctimas de trata de personas, violencia doméstica, abusos de niñas, acoso laboral y sexual, abandono de adultas mayores, mujeres con capacidade­s diferentes, entre otras categoriza­ciones.

“(El problema) Se ha tratado de corregir mediante un reforzamie­nto diferencia­do”

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