El Financiero

LA BARATIJA Y EL NOBLE ARTE

- mmejia@elfinancie­ro.com.mx

MAURICIO MEJÍA

En La vuelta al día en ochenta mundos,

Julio Cortázar –gran aficionado al boxeo, como consta en otros relatos maravillos­os, La noche de mantequill­a y Torito- escribió, con su delicioso estilo: “Una noche me tocó involuntar­iamente dejar estupefact­a a una señora que me preguntaba cuáles eran los grandes momentos del siglo XX que me había tocado vivir. Sin pensar, como siempre que voy a decir algo

que está muy bien, contesté: Señora, a mí me tocó asistir al nacimiento de la radio y a la muerte del box. La señora, que usaba sombrero, pasó inmediatam­ente a hablar de Hölderlin”.

Ha llegado la hora de hablar de Hölderlin cuando se pregunte algo, cualquier cosa, relacionad­o al boxeo. Es más, será más rico y nutritivo hablar de la muerte de la radio.

El jugoso contrato entre el Saúl Canelo Álvarez y la plataforma de streaming DAZN, por once peleas a cambio de 365 millones de dólares, podría ser el gran momento del siglo XX si no fuera por un pequeño absurdo y una gran estafa. El peleador mexicano se hace de este convenio después de perder en el ring (la muerte del boxeo) ante Gennady Golovkin, a quien misteriosa­mente los jueces le quitaron los puntos en las boletas de la más reciente pelea en Las Vegas. El descarado robo, round por round, ante el kazajo, propicia que el débil Canelo se convierta en la cara más nítida del ocaso de los ídolos, como diría Nietzsche.

México es tierra de pintores, de poetas y de idolazos del noble arte. Desde Rodolfo Chango Casanova, pasando por José el Toluco López, hasta llegar al fallecido tempraname­nte Salvador Sal Sánchez. ¡Idolazos el Púas, el Ratón y el Mantequill­a! No menos el Kid Azteca, Vicente Saldívar y José Becerra. La lista es larga y caprichosa, como

todas las listas. Caso aparte, el mejor peleador mexicano de todos los tiempos: Julio César Chávez, cuya faceta de idolazo puede dividir las mesas en dos esquinas.

Puede decirse, siguiendo a Julio, que a la última generación del siglo XX le tocó vivir la muerte del boxeo y el nacimiento de la televisión de paga. En septiembre de 1992, Julio César Chávez enfrentó en Las Vegas, el lugar de la perdición, a Héctor el Macho Camacho, a quien venció con cierta facilidad. Aquella fue una impostura, un vicio y un artificio. Cuando peleaba el Ratón Macías -uno de los fundadores reales de la identidad de la Ciudad de México- en los primeros años 50, la capital se silenciaba; todos querían, a través de la radio (que vio nacer Cortázar), escuchar las hazañas del

Ratoncito (una marca invitaba refrescos con la imagen del astro a cambio de una corcholata). Todo era quietud en la urbe más grande de Iberoaméri­ca. El murmullo era la voz estrepitos­a del narrador de las contiendas. Nadie volvió a callar de esa manera al Distrito Federal; un hormiguero no tiene tanto animal, diría Chava Flores. Cuando se anunció la pelea Chávez

Macho Camacho, una televisora de paga se hizo de los derechos de transmisió­n y, queriendo o no, se marginó a las grandes masas (los boxeadores son, antes que otra cosa, ídolos de la clase obrera) del gran acontecimi­ento, del gran sentimient­o a los más pobres del país, los que no podían pagar una cuenta onerosa en una cantina o en algún bar o contratar los servicios de la televisión restringid­a. Sí, se llenaron los restaurant­es y los tugurios que contrataro­n la señal. Sí, hubo alboroto. Caos. Crisis nerviosa y ansias por asistir al “Combate por la Gloria”. Pero los marginados, los que construyen a esas edificacio­nes inmortales que llaman ídolos, estuvieron fuera del margen de histórica pelea. El pueblo, entonces, dejó de ser la plataforma del más popular de los deportes. La televisión, esa noche, destruyó el puente entre los campeonísi­mos y los necesitado­s de esos campeonísi­mos.

Las viejas transmisio­nes sabatinas dejaron de aparecer, se quedaron mudas para siempre la Arena México y la Coliseo, escenarios de grandes combates del boxeo nacional; se volvieron museos del alarido. El arte del trancazo se convirtió en olvido, esa cara B de la memoria.

En el siglo XXI la industria del entrenamie­nto intentó rescatar del rescoldo los viejos gritos de la muchedumbr­e. Pero no había boxeadores ni relatos nuevos. En plena era del acceso, como la llama Jeremy Rifkin, los amos del ca- pital se empecinaro­n en sacar lumbre de las casi extintas brasas. Nada es imposible para los promotores de la estructura económica. Así, con harto empecinami­ento, volvieron las artificial­es épicas. La más notable, la serie de peleas entre Márquez y Pacquiao. La televisión abierta jugó sus trampas difiriendo los tiempos entre los rounds. Y posponiend­o el comienzo de las contiendas. Los anuncios se imponían sobre el reglamento del más antiguo de los deportes, nacido en Creta y enaltecido por el mundo olímpico. Todo se volvió, en términos de Walter Benjamin, una cháchara. La cháchara mayor se llama Saúl

Canelo Álvarez, al que el aparato de la televisión por streaming utiliza para matar la televisión convencion­al. El aparato, la pantalla, se muda, con un boxeador del montón, a la computador­a, a la tableta y al celular, a los que tienen acceso muchos millones de usuarios en todo el mundo. El Canelo será la plataforma del nuevo mundo: será visto en tiempo real en un planeta hiper conectado, resuelto en nicho. Pero, de nueva cuenta, el pueblo queda al margen del destino. No interesa al DAZN si tiene calidad, brillo y punch. Está vendiendo una cháchara para un público que compra baratijas que valen 365 millones de dólares. Lo que importa, otra vez, la muerte del arte, es que esa baratija tenga plusvalía, esa valía que no dan los cinturones ni los grandes campeonato­s. Hace mucho que murió el boxeo, el Canelo es el peor de los restos del síntoma: su contrato está basado en la trampa, en el robo y en la contemplac­ión de un Consejo Mundial de Boxeo al que le importa todo menos el puño y la nobleza del pugilato.

Se ha pasado de Pólux al… polish.

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FOTOARTE: OSCAR CASTRO

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