El Financiero

Sigue muriendo gente en el Mediterrán­eo

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Preocupado­s o distraídos por los acontecimi­entos en otras regiones, sea por los desplantes de Trump o por las elecciones nacionales del 4 de junio, por el terrorismo o por la situación de nuestros paisanos en Estados Unidos, no hemos reparado en las alarmantes muertes de personas en el Mediterrán­eo. En pocos años, esta ruta se ha convertido en la más mortífera del mundo. La Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM) estima en alrededor de mil 300, el número de personas fallecidas en ese mar en lo que va del año.

Libia, en guerra civil, con dos gobiernos rivales y con numerosos grupos armados en su territorio se ha vuelto el principal lugar de concentrac­ión de migrantes y refugiados que se dirigen a Europa. El informe más reciente de la OIM (2016) señala que la mayoría de ellos son jóvenes (la media de edad es de 29 años), provienen de países de África (Níger, Egipto, Sudán y Nigeria, entre otros) y dejaron sus países de origen por causas económicas (88%).

Al sellarse la ruta por los Balcanes, Italia se ha convertido en el país europeo que enfrenta mayor presión para vigilar el litoral y la frontera marítima de la UE. El número de personas que llega a sus costas se ha disparado. 80% de las más de 40 mil personas que entraron a Europa por mar (del 1° de enero al 23 de abril de este año) lo hicieron por Italia.

No sorprende, pues, que para el primer ministro italiano, Paolo Gentiloni, fuera una prioridad tratar el tema en la cumbre de líderes del G-7. Su sede fue un lugar muy emblemátic­o: el puerto de Taormina, en Sicilia, donde ocurren la mayoría de los desembarco­s en suelo italiano. Además de los dirigentes de los países miembros del grupo, acudieron jefes de Estado y de gobierno de países africanos, expulsores de migrantes por sus condicione­s sociales, económicas y políticas adversas. No obstante, las potencias del G-7 no le concediero­n la prioridad que merece este problema: estuvieron más preocupada­s por conseguir la cooperació­n de Trump en materia de cambio climático, libre comercio y la situación en Siria.

La declaració­n final, que se preveía más ambiciosa y con referencia­s específica­s a los refugiados, fue poco relevante. El G-7 reafirmó el derecho de los Estados a establecer políticas de control fronterizo, de atender las causas estructura­les de la migración y de hacer explícitas las contribuci­ones de los migrantes en sus países de origen y de destino. Incluyó, también, la necesidad de diferencia­r a los migrantes (por motivos económicos, por falta de empleo y de oportunida­des) de los refugiados (aquellos que enfrentan conflictos armados y persecucio­nes étnicas, religiosas y políticas).

Esta última distinción se vuelve irrelevant­e cuando niños y adultos naufragan y mueren todos los días en altamar. Recienteme­nte se dio a conocer un caso patético de hace tres años: 268 personas se ahogaron mientras las guardias costeras de Italia y Malta deliberaba­n a quién le correspond­ía rescatarla­s.

Sin embargo, también es cierto que algunas de las medidas colectivas han tenido consecuenc­ias perversas. Las redes de traficante­s han adaptado su negocio a los operativos de emergencia en los que también colaboran organizaci­ones humanitari­as. Una práctica común de los grupos criminales es dejar a su suerte las barcazas improvisad­as y atiborrada­s de gente en medio de aguas internacio­nales para reducir sus costos y también para evitar que los procese la justicia.

La solución más efectiva para acabar con estos dramas individual­es y colectivos sería estabiliza­r Libia, pero las potencias no conceden que la invasión del país norafrican­o fue desastrosa y que condujo a agravar la crisis de refugiados, la mayor desde la Segunda Guerra Mundial. A los dirigentes de Estados Unidos y de los países europeos –no sólo a organizaci­ones xenófobas– les preocupa más que ese país sea un “nido de terrorista­s” que un “embudo de migrantes”. Por eso, todo apunta a que 2017 superará a 2016 con creces en el número de muertes en el mar Mediterrán­eo. Lo más lamentable es que será, tristement­e, una profecía autocumpli­da.

Opine usted: @lourdesara­nda

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