Colgajos amarillos en Cataluña
Ahora que se va a cumplir un año desde que el Parlament catalán consumara su mayor golpe a la legalidad —la aprobación inconstitucional, antidemocrática y atómica de las leyes de desconexión, los días 6 y 7 de septiembre—, podríamos convenir que, llegados a este punto de hostilidad, los lazos amarillos (que portan los ciudadanos pro independentistas en solidaridad con los políticos catalanes que se encuentran en prisión) deberían parecernos una gota en el océano, la mera constatación de la impotencia de los secesionistas, toda vez que se han visto arrastrados al perímetro constitucional, aunque sólo sea para dialogar.
Esto de los colgajos de plástico es una guerra fría para caldear el otoño, con perdón. Me da que el objetivo íntimo de quienes los colocan es que venga alguien y los quite, para engorde de ese victimismo pantagruélico sobre el que se cimienta la causa de los pardales de este nuevo independentismo groc. Pero es que hay algo simbólico en esta operación polinizadora de las ciudades y los pueblos, que lo amarillea todo con pequeños recordatorios de la enorme falacia de que en Cataluña existen “presos políticos” porque las mentiras son más fáciles de digerir cuando forman parte del paisaje.
De todos los caballos de Troya que ha dirigido el secesionismo contra la convivencia democrática, éste es de los más efectivos, porque, cómo no, en la puesta de los lazos amarillos concurre la misma libertad de expresión que en su retirada. Sí, pero con sus muchos matices. O sea, sólo es así si desviamos el debate a los hechos, y no a sus intenciones y consecuencias. Colonizar el espacio público con acciones políticas es saludablesiempre que ello no interfiera en la neutralidad de las instituciones —gobernar para todos, ese animal mitológico— ni en la normal y pacífica convivencia de los ciudadanos, y ambas cosas se han quebrado ya demasiadas veces en las últimas semanas.
Para empezar, porque la colocación de lazos amarillos en los balcones municipales, en las glorietas y en el mobiliario público es ya lo común. Como el único límite de la libertad de expresión es la ley, conviene recordar que los políticos independentistas que colocan los lazos —obviamente resignificados hacia su causa partidista— podrían estar incumpliendo la ley. El TSJ de Cataluña deberá dictar sentencia (la de verdad), pero es obvio que las esteladas y los lazos sólo representan a una parte —minoritaria— de los catalanes.
En segundo lugar, porque se han producido algunos brotes de violencia que son inaceptables por su procedencia. Cuando un político inocula el odio al diferente, es en parte responsable de la combustión de ese odio.
Además, y aunque pueda parecer lo contrario, la invasión del espacio público con esta simbología amarilla —sin duda mágica— es la constatación de un individualismo atroz. Pensar “Cataluña es mía porque mi causa es justa” es situarse voluntariamente fuera del contorno de la ciudadanía. Y no, decenas de miles de personas que compartan un concepto erróneo no conforman una sociedad alternativa.
Así que a mí todo este bochornazo de los lazos amarillos me tiene incrustada en el cerebelo, con la voz de Puigdemont, la frase de Bertran de Born en La Divina Comedia: “Porque separé a tan unidas personas, separado llevo mi cerebro, ¡desgraciado!, de su principio que está en este tronco. Así se cumple en mí la represalia”.