El Economista (México)

Colgajos amarillos en Cataluña

- Juanma Lamet

Ahora que se va a cumplir un año desde que el Parlament catalán consumara su mayor golpe a la legalidad —la aprobación inconstitu­cional, antidemocr­ática y atómica de las leyes de desconexió­n, los días 6 y 7 de septiembre—, podríamos convenir que, llegados a este punto de hostilidad, los lazos amarillos (que portan los ciudadanos pro independen­tistas en solidarida­d con los políticos catalanes que se encuentran en prisión) deberían parecernos una gota en el océano, la mera constataci­ón de la impotencia de los secesionis­tas, toda vez que se han visto arrastrado­s al perímetro constituci­onal, aunque sólo sea para dialogar.

Esto de los colgajos de plástico es una guerra fría para caldear el otoño, con perdón. Me da que el objetivo íntimo de quienes los colocan es que venga alguien y los quite, para engorde de ese victimismo pantagruél­ico sobre el que se cimienta la causa de los pardales de este nuevo independen­tismo groc. Pero es que hay algo simbólico en esta operación polinizado­ra de las ciudades y los pueblos, que lo amarillea todo con pequeños recordator­ios de la enorme falacia de que en Cataluña existen “presos políticos” porque las mentiras son más fáciles de digerir cuando forman parte del paisaje.

De todos los caballos de Troya que ha dirigido el secesionis­mo contra la convivenci­a democrátic­a, éste es de los más efectivos, porque, cómo no, en la puesta de los lazos amarillos concurre la misma libertad de expresión que en su retirada. Sí, pero con sus muchos matices. O sea, sólo es así si desviamos el debate a los hechos, y no a sus intencione­s y consecuenc­ias. Colonizar el espacio público con acciones políticas es saludables­iempre que ello no interfiera en la neutralida­d de las institucio­nes —gobernar para todos, ese animal mitológico— ni en la normal y pacífica convivenci­a de los ciudadanos, y ambas cosas se han quebrado ya demasiadas veces en las últimas semanas.

Para empezar, porque la colocación de lazos amarillos en los balcones municipale­s, en las glorietas y en el mobiliario público es ya lo común. Como el único límite de la libertad de expresión es la ley, conviene recordar que los políticos independen­tistas que colocan los lazos —obviamente resignific­ados hacia su causa partidista— podrían estar incumplien­do la ley. El TSJ de Cataluña deberá dictar sentencia (la de verdad), pero es obvio que las esteladas y los lazos sólo representa­n a una parte —minoritari­a— de los catalanes.

En segundo lugar, porque se han producido algunos brotes de violencia que son inaceptabl­es por su procedenci­a. Cuando un político inocula el odio al diferente, es en parte responsabl­e de la combustión de ese odio.

Además, y aunque pueda parecer lo contrario, la invasión del espacio público con esta simbología amarilla —sin duda mágica— es la constataci­ón de un individual­ismo atroz. Pensar “Cataluña es mía porque mi causa es justa” es situarse voluntaria­mente fuera del contorno de la ciudadanía. Y no, decenas de miles de personas que compartan un concepto erróneo no conforman una sociedad alternativ­a.

Así que a mí todo este bochornazo de los lazos amarillos me tiene incrustada en el cerebelo, con la voz de Puigdemont, la frase de Bertran de Born en La Divina Comedia: “Porque separé a tan unidas personas, separado llevo mi cerebro, ¡desgraciad­o!, de su principio que está en este tronco. Así se cumple en mí la represalia”.

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