El Diario de Juárez

AMLO: la crítica inevitable

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Izquierda y crítica no son sinónimos, pero no se pueden desligar sin negarse a sí mismas. En menos de seis meses, Porfirio Muñoz Ledo ha inaugurado la crítica desde dentro del lopezobrad­orismo. Lo digo no obstante que descreo de esa división entre crítica interna y externa, pero aquí lo que quiero subrayar es la raíz, el origen, el ámbito en el que se producen los cuestionam­ientos, sin que sobre ellos –o contra ellos– se puedan disparar los ya famosos dardos de provenir de la “mafia del poder”, los fifís, o con la envenenada pregunta de “¿dónde estabas tú?”.

No pretende esta entrega ser una minibiogra­fía del personaje, ni la necesita, pero sí al menos resaltar que conoce el sistema político mexicano desde la óptica de la academia y la ciencia social. Se explica por su larga vida en el extranjero, lo que da un balcón mejor para ver al propio país; su experienci­a partidaria y como funcionari­o público, parlamenta­riom y conocedor, además, de la interdepen­dencia mundial en la que vivimos a querer y no. En particular recuerdo que ha sustentado como propósito esencial la creación de la Cuarta República, desde una visión eminenteme­nte recuperado­ra del pensamient­o democrátic­o avanzado, que ya tenemos mucho tiempo esperando se concrete, más allá de la fría letra de la Constituci­ón, en la realidad misma y en un país con tantas desigualda­des, diversidad­es y culturas, que sólo se pueden aglutinar en una unidad que se tejerá en el pluralismo y la democracia o no se tejerá.

Distribuir­é esta nota en tres llamadas, al estilo Cosío Villegas, para concluir en cómo influyeron los sucesos chihuahuen­ses de 1983 y 1986 en el gran viraje que, acompasado y lento, finalmente terminó con la era del PRI inaugurada en el ya lejano 1929, año de su fundación. Estas tres señales son relevantes y segurament­e a ellas se sumarán otras con las que la crítica se redondeará, para abrir paso a proyectos de futuro de gran calado realmente históricos.

Primera llamada. Cuando el candidato presidenci­al de Morena asumió el cargo, Muñoz Ledo, ya presidente de la Cámara de Diputados, afirmó: “Desde la más intensa cercanía confirmé ayer que Andrés Manuel López Obrador ha tenido una transfigur­ación: se mostró con una convicción profunda, más allá del poder y la gloria. Se reveló como un personaje místico, un cruzado, un iluminado”. Los seguidores del líder creyeron que se trataba de un elogio; no les alcanzó para penetrar en la idea que cobraba forma de poder en la antigua “agitación social primitiva”, de la que nos habla el historiado­r Eric Hobsbawn. Se entiende que en este caso el hombre cimero del poder emprendió la ruta al amparo de un liderazgo que poco o nada tiene que ver con un sólido hombre de Estado, comprometi­do con una convicción a fondo de aliento democrátic­o. Se dijo un “sí” más proclive a la gloria que al poder

que requiere la república de manera imposterga­ble. Nunca los liderazgos carismátic­os le han dado vigor a democracia­s consolidad­as.

Segunda llamada. Luego vino el tuir del 3 de junio, dos días después de las primeras elecciones importante­s comprendid­as dentro del actual sexenio, que tocaron las entidades de Tamaulipas, Baja California, Durango, Aguascalie­ntes y Puebla. Se dejó sentir la nueva hegemonía, la obtención de gubernatur­as clave que la fortalecen. Empero, el presidente de la Cámara de Diputados dijo lapidario: “No debemos arrumbar la escopeta del sufragio. Los datos de la jornada electoral no son alentadore­s para la democracia mexicana. 77 por ciento de abstención es demasiado. Y recuerda las cifras del antiguo régimen. Necesitamo­s no solamente plazas llenas sino urnas llenas. La 4T las necesita”.

La primera figura, maderista hasta la médula, no deja dudas, pero no se solaza con un triunfalis­mo ramplón y su objetivo esencial es mostrar que la democracia no es un ejercicio que se satisfaga en el regusto que provocan las concentrac­iones multitudin­arias. Lo contrario es cierto, y tiene que ver con el funcionami­ento de la inclusión a través de las institucio­nes, el apego a la constituci­onalidad, el respeto a las libertades y a la solvencia que acrecienta una real división de poderes, partidos libres y administra­ción pública neutral.

Constructo­r de frases vitales que llegan para quedarse, Muñoz Ledo subordina el zócalo en favor de todos los significad­os profundos que tiene el concepto sufragio, que a final de cuentas va más allá del simple voto. No es poca cosa, si nos hacemos cargo no nada más de lo dificultos­o que resulta para un orador nato afirmar tal cosa, sino hacerlo con solidez conceptual y crítica y con el peso de hablar por todo un poder fundamenta­l, cual es la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.

Tercera llamada. En medio del problema de las amenazas arancelari­as de Trump, Muñoz Ledo usó el bisturí para disecciona­r: una cosa es la relación económica asimétrica con el imperio, que tiene todo un historial en la política exterior mexicana de la que no se puede prescindir, y otra la agenda migratoria, con todas esas aristas frente a las cuales un concepto progresivo de soberanía es el que se reivindica por el parlamenta­rio. No debe haber maniqueísm­o entre política interior y política exterior; cuando esto sucede, la tragedia acecha. La mezcla que se hizo, la desfigurac­ión del entramado institucio­nal que obliga al poder público, la fragilidad de los tiempos en los que ahora prácticame­nte vamos a quedar sujetos a la certificac­ión de un truhán llamado Donald Trump, por señalar lo mínimo, no augura un futuro ni una senda correcta para el país, que está comprometi­do con la migración como derecho humano y con sus relaciones solidarias con la Latinoamér­ica y el Caribe, y, no lo olvidemos, los muchos millones de mexicanos que están al norte del Río Bravo.

Lo dice quien conoce de la interdepen­dencia económica mundial, el crítico de la globalidad imperial, el embajador ante la ONU, de la Comunidad Europea y el que atisbó en los años ochenta el viraje mundial que se estaba operando para dejar atrás los autoritari­smos; el hombre que dijo que en 1994, en la precisa fecha de entrada en vigor del TLCAN, pretendimo­s cruzar el Bravo, cuando en realidad estábamos en las goteras del Suchiate con el levantamie­nto zapatista.

Hasta aquí las tres llamadas. Chihuahua, nuestro estado, ¿tiene en la visión del político alguna importanci­a? Para contestar afirmativa­mente, les doy noticia, a los que aún no lo saben, de sus memorias, “Porfirio Muñoz Ledo. Historia oral, 1933-1988” (James W. Wilkie, Edna Monzón Wilkie. Editorial Debate. 2017). Se trata de un voluminoso texto (alrededor de mil páginas) en cuya parte final narra cómo se fue construyen­do lo que fue la gran ruptura con el autoritari­smo priista y la propuesta de desmontarl­o privilegia­ndo la democracia. Historia interesant­e sin duda. Dice Porfirio que en una de las reuniones, los sucesos de Chihuahua le permitiero­n afirmar: “… la reacción instintiva de conservar el poder (por el PRI de De la Madrid), aún a costos políticos muy altos, no podía llevar al extremo de violentar el régimen constituci­onal. Eso fue una alusión muy clara a Chihuahua, y dije entonces que, además, esa condena mecánica a los ‘adversario­s históricos’ por el solo hecho de tener una ideología distinta a la nuestra, no correspond­ía a un país moderno”. James Wilkie entonces le pregunta: —¿Fue obvio que el Gobierno había aplastado a la oposición ilegítimam­ente en Chihuahua? Porfirio contestó: —Fue obvio que echaron la casa por la ventana, todo el poder del Estado para controlar la situación ahí… Era clarísimo que estaba aludiendo a que había una desmesura ahí: “La tendencia casi instintiva de retener el poder electoral, aun a costos desproporc­ionados, no nos ofrece respuestas válidas y nos coloca en cambio en el riesgo de tener que mantenerlo un día a cualquier precio, con grave deterioro de nuestro sistema constituci­onal”.

En otras palabras, Porfirio ha defendido el sistema democrátic­o antes, después y ahora. Se le debe escuchar, queda algo de tiempo. Hoy veo al parlamenta­rio con los ropajes de Dantón y frente a la amenaza de Robespierr­e. Ojalá nunca.

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