PROGRESISTAS PACATOS
De manera que no, los homosexuales, por el momento, no escucharán de boca de un sacerdote católico aquello de “El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que habéis manifestado entre la Iglesia y os otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
Y es que el papa Francisco había declarado en un documental del director ruso Evgeny Afineevsky, que “Los homosexuales tienen derecho a estar en una familia. Lo que debe haber es una ley de unión civil, de esa manera están cubiertos legalmente”.
Si bien el papa habla sin ambages de una ley civil que proteja los derechos de las parejas homosexuales, muchos entendieron que, por fin, el sacramento del matrimonio arroparía la unión de hombre con hombre y mujer con mujer, lo que propició la acuciosa reacción del Vaticano: “No es lícito impartir una bendición a relaciones, o a parejas incluso estables, que implican una praxis sexual fuera del matrimonio (es decir, fuera de la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta, por sí misma, a la transmisión de la vida), como es el caso de las uniones entre personas del mismo sexo” (15 de marzo, Deutsche Ya me parece que escucho, a pecho descubierto, a los portavoces de las minorías sociales: “¡Ah, claro, pero las parejas de heterosexuales, por más retorcidas y pecaminosas que lleguen y han llegado a ser, esas sí reciben la bendición del sacramento!”, reclamación, por lo demás, no exenta de sentido común.
Lo cierto es que a la Iglesia nunca le ha sentado bien la paremia según la cual hay que renovarse o morir. Ella es, por antonomasia, depositaria y custodia de unas convicciones que no admiten reforma y enmienda significativa de índole alguna.
Si el filósofo Jacques Derrida aseguró que “no hay nada fuera del texto”, ello constituye la piedra de toque de cualquier perspectiva teológica que atienda a la auctoritas del texto sagrado.
Todavía más: no hay nada fuera del texto –bíblico, por ejemplo– y tampoco de su estricta lectura, porque se convertiría en pasto de llamas, contra Derrida, de la incontinencia exegética; sobra decir que la lectura rigurosamente ad hoc le atañe a ella, a la Iglesia.
Anclada en el cielo inmóvil y eterno de la divinidad, la Iglesia aspira a representarla en este desastrado valle de lágrimas y erigirse como la perdurable institución que sobrelleva las vueltas y revueltas de la historia humana.
A diferencia de las Constituciones Políticas, que son adaptadas, en la mejor de las circunstancias, al signo de los tiempos con tal de que sigan legislando las comunidades modernas, la palabra de Dios no muda: está inscrita en las capas profundas de la Creación y, por lo tanto, del alma humana.
En síntesis: las uniones homosexuales nunca deberían ser bendecidas.
Sin embargo, pongamos por caso que los creyentes desencantados que concibieron la esperanza de que el papa Francisco operaría reformas espectaculares en los fundamentos teológicos de la Iglesia, entre ellos el cura austriaco Helmut Schülle, ven satisfecha la solicitud de hacer lícita la bendición de las uniones homosexuales, ¿qué seguiría?
Porque, claro, a cuento de qué habría que pensar que debemos parar ahí. Una visita, a vuelo de pájaro, a la historia de la homosexualidad en los últimos siglos, dejaría consternado al temperamento más ecuánime por cuanto se trata de una historia colmada de horrores e injusticias, lo que llevaría a concluir que en materia de derechos para los homosexuales –otrora “criminales”– falta, y mucho, pero no tanto como en los tiempos pretéritos.
Imagine, lector, que los pedófilos, apremiados por la sacramentalización del “matrimonio gay”, exijan que la Iglesia no señale con el dedo acusador su predilección sexual por los niños, pues aunque basta la intención para cometer pecado (Mt. 5, 27-28), peor es la
acción que la relación homosexual consuma y, no obstante, supuesto lo supuesto, la Iglesia acepta bendecir.
El pedófilo no es, necesariamente, un pederasta. Es cierto que el DRAE recoge, para la segunda voz, dos acepciones: “Inclinación erótica hacia los niños” y “Abuso sexual cometido con niños”, y para pedofilia una acepción: “Atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes”.
De modo que como sugiere la Fundación del Español Urgente –Fundéu, por sus siglas–, bien asesorada por la RAE, “la atracción erótica hacia los niños puede ser llamada pedofilia o pederastia, pero para referirse a la consumación de esos actos lo apropiado es usar el término pederastia, no
pedofilia”.
El asunto es que una vez traspasado el límite ya no habrá motivo para fijarlo en algún punto, lo que tornará las sucesivas transgresiones una petitio principii.
Porque si es verdad que la homosexualidad fue duramente censurada y hasta perseguida –lo sigue siendo en muchos países–, también es verdad que los antiguos atenienses no fueron, ni muchos menos, los únicos que daban por sentada una legislación informal que hacía asequible la relación entre un erastés, hombre adulto, ciudadano hecho y derecho, y un
erómenos, adolescente imberbe recién separado del gineceo –la estancia de las mujeres– que se volvía objeto de apetitos pederásticos, todo ello con la sigilosa anuencia de la sociedad (un pedófilo actual no pide tanto).
La brillante obra de K. J. Dover, Homosexualidad griega, contiene una amplia recensión sobre el tema.
El ánimo censor que la Iglesia impone a la conducta humana posee la misma raíz que fomenta la actitud de los católicos progresistas que esperan reformas profundas, con una diferencia: la Iglesia es consecuente con su proverbial conservadurismo, mientras que los progresistas son una hueste irreflexiva que, estoy seguro, no se harán cargo el día que logren abrir la caja de Pandora.
Bataille escribió: “La sexualidad y la muerte sólo son los momentos agudos de una fiesta que la naturaleza celebra con la inagotable multitud de los seres; y ahí sexualidad y muerte tienen el sentido del ilimitado despilfarro al que procede la naturaleza, en un sentido contrario al deseo de durar propio de cada ser” (El Exacto, si vamos a traspasar los límites, abrámonos al despilfarro de nuestros hondos impulsos naturales y dejémonos de estúpidas hipocresías sociales.