Desafiante recital de clarinete
Luis Obregón y la OSY dialogan con claridad y fluidez
Una de las mayores obras de Mozart, la trascripción orquestal de una colección de piezas pianísticas de Ravel y un alarde de imitación sinfónica del ruso Prokofiev, atisbos de diversas etapas musicales, cubrieron con holgura el quinto concierto de la XXXV temporada de la Orquesta Sinfónica de Yucatán.
Con Luis Obregón Castro como solista en el clarinete, y el director titular, maestro Juan Carlos Lomónaco, al frente, nuestra orquesta ofreció anteanoche, en el Peón Contreras, un luciente, desafiante recital que permitió saborear el arte expresivo de tres músicos significativos y de perenne fama.
Don Luis, educado en Inglaterra bajo la guía de David Campbell, es actualmente principal clarinete de la Orquesta Filarmónica de Querétaro y se ha presentado como solista junto a numerosas orquestas tanto nacionales como extranjeras.
Se inició la velada con el Concierto en Re mayor K 622 para clarinete, instrumento siempre predilecto de Mozart desde que, de niño, escuchaba —y a veces corregía— en los ensayos de la orquesta arzobispal que dirigía su padre Leopoldo, en Salzburgo. Algo en su timbre le fascinaba.
Cuatro meses antes de su muerte, Wolfgang dedicó mes y medio —y nada más— para componer esta obra como ocasión de lucimiento para su amigo y colega masón Anton Stadler, uno de los más prestigiosos ejecutantes de la corte vienesa, quien estaba a punto de estrenar un clarinete “mejorado” por el inventor Lotz para mayor alcance en registros medios y bajos.
Obregón y nuestra orquesta compitieron en claridad y ardentía en el Allegro de apertura. Fluyeron los dos primeros temas, contrarios en sus caracteres tanto melódico y rítmico, y uno tercero, mina de arpegios y escalas, permitió el despliegue de habilidades del solista que obtuvo la riqueza tímbrica que es dable alcanzar. Bella alternancia de las voces orquestal y solística con recursos imitativos de gran donaire.
Uno de mis tíos me decía que el segundo movimiento de este concierto lo dejaba “a los sagrados pies de Dios”. Y es que el discurso melódico del Adagio, de rango cantabile, pertenece a los tesoros líricos de la humanidad. Comprendemos por qué el director Sydney Pollack, en aquella escena de “África mía” (1985), quiso recalcar la belleza de la creación con este fragmento mostrando desde un avión la llanura rebosante de jirafas y venados. Voz de la divinidad.
Luis procedió ejemplarmente las frases que requieren equilibrio y estabilidad, en tanto la orquesta, como eco constante, sostiene los motivos con suprema gracia. En su registro medio, el clarinete sangra una profunda, lejana melancolía, con grandes intervalos y abundantes figuraciones rítmicas que Obregón desplegó con acrisolada ternura.
En el Rondó final, se suceden cinco temas, uno en forma de ritornello, con muchísimas posibilidades rítmicas y melódicas en beneficio del clarinete, y Obregón trabajó sus frases con pericia. Deliciosa esa técnica de pregunta-respuesta, canto del clarinete y réplica inmediata de la orquesta, en periodos largos o cerrados. Todo el fragmento repleto de la alegre chispa mozartiana. Llovieron sin cortapisas los aplausos para Obregón y nuestra orquesta.
Suite de cuentos
Notó don Mauricio que los dos hijos de un matrimonio amigo leían con gusto a Charles Perrault y decidió hacerles un obsequio: cinco danzas para piano a cuatro manos que tituló “Mamá la Oca”, como una colección de cuentos de aquel clásico.
Orquestador inigualable, Ravel no tardó en transformar aquellas perlas pianísticas en una suite para orquesta que fue un éxito, misma que nuestra orquesta nos obsequiara bajo el mandato del maestro Juan Carlos.
Un universo fantástico es creado con la variedad de timbres que el tejido orquestal de don Mauricio obtiene moderando los alardes decorativos. No se trataba —sabia economía— de evocar los cuentos en su argumento general, sino de concentrar la atención en instantes claves y significantes.
Así, la pavana de la Bella Durmiente nos trae el momento en que una maldición se cumple y la doncella se desvanece en el prolongado sueño del que saldrá sólo por labor de un beso. Pulgarcito, en el centro del bosque, ve con asombro que las aves han devorado el pan que dejara como señal de escape. Feuchilla se convierte en la emperatriz de las pagodas al sumergirse en un baño mágico, y la Bestia se transforma en gallardo príncipe en tanto baila con la Bella.
En el pasaje de Pulgarcito son los violines, con trinos y glissandos, quienes nos avisan de los pájaros que travesean en el bosque, incluso el cuclillo. Cuando Feuchita recibe el baño purificador que le dan los secuaces de la serpiente verde, el xilófono, el arpa y la flauta enhilan sus encantos. La plática entre la Bella y su Bestia está remarcada por el clarinete y el bajo. Un aluvión de matices y sonoridades cae a la hora de El jardín encantado.
El ucraniano Sergio Prokofiev fue un explorador de sonoridades y efectos rítmicos hasta que la dictadura soviética aquietó sus ansias con la amenaza de la cárcel en la helada Siberia. De creador libre pasó a ser “servidor del pueblo”.
En 1917, el estreno del segundo concierto para piano de don Sergio, prodigioso alumno del Conservatorio de San Petersburgo, había sido escandaloso. Algunos críticos señalaron que la música del joven era “una mera aglutinación de sonidos sin orden ni intención armónica”.
Meditación
Se retiró Prokofiev a una casa campestre y ahí meditó una forma de demostrar su destreza composicional y cerrarle la boca a sus detractores. Tomó el estilo de un gran clásico —Joseph Haydn— a quien ya había estudiado en sus clases de dirección con Nicolai Tcherepnin y decidió hacer, no una parodia, sino una ingeniosa imitación en el género que le había dado prestigio al gran austriaco: la sinfonía.
Prokofiev partió de una idea: Si Haydn hubiera vivido en Rusia, a comienzos del siglo XX, ¿Cuál habría sido el cambio en su famosa técnica? Así apareció la breve Sinfonía No 1, más conocida con el sobrenombre de “clásica”, en la que el ruso se las ingenia para adaptar levemente al compositor del siglo XVIII dentro de la modernidad.
Con sabia y deliciosa irreverencia, don Sergio nos obsequia breve muestra de su talento. Luminosas cuerdas y los cantarinos o sensuales alientos respondieron con concentración y amorosa entrega a los dictados de Lomónaco. Mas que el lirismo del segundo movimiento y la gavotta subsiguiente, fue la brillantez del Molto vivace la que prendió el aplauso del satisfecho público.—