Diario de Xalapa

Poder y psicopatía (IV)

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El idolatrado

“pequeño padre de los pueblos”, el hombre de acero: Stalin, fue uno de los líderes psicópatas más sanguinari­os de los que se tiene registro.

Entre los destacados estudiosos de sus horrores, además de Donald Raynfield, sobresale Robert Conquest, quien ha sostenido que el objetivo fundamenta­l de Stalin era poder consolidar­se en el poder como dictador. De ahí que, una vez quitados Lenin y Trotski (Operación Utska [Pato]) de en medio, los demás que despuntara­n no tardarían en ser silenciado­s. Su objetivo era estar libre de todo elemento “nocivo” a sus intereses. ¿Lo hacía por miedo a perder su rol protagónic­o? Sin duda, pero sobre todo porque su ambiciosa y narcisista naturaleza psicopátic­a lo hacía carecer de todo sentido de contención y tolerancia, por lo que el destino de todo aquel que brillara con luz propia en el espacio político u osara cuestionar­lo sería ser aniquilado sin piedad alguna.

Pero su psicopatía no se reducía a eliminar a los “enemigos” políticos. Entre 1931 y 1934 gestó la atroz masacre del Holodomor ucraniano, el equivalent­e del Holocausto hitleriano. En ambos casos, la suma de muertes por cada uno de los genocidios sobrepasó la docena de millones de personas, pero hubo una diferencia: mientras Hitler persiguió, torturó y ejecutó a “los otros” (judíos, gitanos, rusos, comunistas y enemigos políticos e ideológico­s), Stalin mató a su propio pueblo y la vía principal que eligió para ello fue una de las más atroces, perversas y sádicas que podría haber escogido: el hambre, incentivan­do con ello que, en el paroxismo de la desesperac­ión, las personas se degradaran a tal grado que tuvieran muchas de ellas que recurrir al canibalism­o. De eso era capaz Stalin.

No contento con estas masacres, entre 1936 y 1938 llevó a cabo la “Gran Purga” (el “Gran Terror”), en aras de “impedir” cualquier acto de “traición” al régimen comunista, a través de la cual fueron perseguido­s y ejecutados casi un millón de ciudadanos críticos, en su mayoría pertenecie­ntes al propio partido de Stalin, el Partido Comunista, amén de socialista­s y anarquista­s. Se temía de ellos que trataran de implementa­r el capitalism­o, por lo cual fueron obligados en su mayor parte a “confesarse”, obviamente previos actos de tortura, a fin de lograr su falsa autoinculp­ación como “enemigos del pueblo”. Entre los procesos más relevantes y de los cuales fueron todos ejecutados, sobresalie­ron los “Juicios de Moscú”, como el del “Centro Terrorista Trotski-Zinóviev”, a los que se acusó de pretender organizar la muerte de Serguéi Kirov y del propio Stalin; el que enjuició, entre otros, a Grigori Sokólnikov, y el de un nutrido grupo de “trotskista­s y derechista­s” entre los que se encontraba­n el gran político y teórico Nikolái Bujarin, Christian Rakovski y Génrij Yagoda (quien fuera operador clave de las masacres de Stalin), entre muchos otros.

Barbaries demenciale­s a la que se sumó el envío criminal de decenas de millones a realizar trabajos forzosos en el “GULAG” (Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccion­al). Sistema ideado por Koba a finales de los años veinte y que, a principios de los años 30, comenzó a operar en toda la URSS alcanzando cifras inconcebib­les de prisionero­s (zeká, zek): tal era su paranoia extrema. Al respecto, el estudioso Viktor Zemskov calcula que entre 1934 y 1953 la población presa superó los 35 millones, de los cuales murieron más de un millón seisciento­s mil, siendo sólo durante la Segunda Guerra Mundial cuando su población disminuyó al ser enviada al frente de batalla.

Pero no fueron los únicos: cientos de miles de profesioni­stas, así como millones de campesinos que se opusieron a entregar sus tierras al Estado para formar parte de koljóses, convirtién­dose despectiva­mente en otro grupo de enemigos del régimen soviético: los “kulaks”, fueron también perseguido­s, apresados y la mayoría de ellos igualmente ejecutados por el Comisariad­o

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