Fragilidad del ser humano
Se cumplen cuatro años de mi intervención quirúrgica por deslizamiento de vértebras cervicales que súbitamente me agobió con dolores insoportables nunca imaginados, a pesar de mi edad y larga trayectoria en el ejercicio profesional.
Unos días antes mi vida era hermosa, compromisos de trabajo, innumerables planes personales, proyectos ambiciosos vislumbrados como posibles y gozando de aquellos fines de semana de relax en familia, atesorados en los alrededores de mi bella Xalapa.
El dolor llegó relampagueante, sin aviso, cruel, incapacitante y todo plan y proyectos quedaron en el olvido. Debí recluirme en una habitación, casi inmóvil, saturado de analgésicos poderosos, de efecto transitorio y muchos secundarios.
La cirugía fue laboriosa, los cirujanos Antonio Ochoa y su grupo trabajaron en la columna cervical, muy cerca de la médula espinal
casi en la base del cráneo, sitio vulnerable y altamente sensible a los embates del exterior. Olga Aquino, brillante anestesióloga; Pedro Hernández Cancino, intensivista de primer nivel y esos ángeles silenciosos, las enfermeras del hospital Ángeles de Xalapa. Un equipo excepcional, todos tienen mi afecto eterno.
La médula, vital en el movimiento y sensibilidad del cuerpo, gracias a la que nos desplazamos en el éter de este mundo, aunque fue tratada con delicadeza el postoperatorio fue tormentoso, jamás lo olvidaré. Más de tres horas, después volví a la cama de hospital, semidormido, con un collarín rígido, mi compañero por 12 semanas. Ya sin dolor pero la rigidez de cuello impedía movilizar la cabeza. Vinieron relajantes musculares poderosos que causaban alucinaciones.
En penumbra nocturna vislumbrando el rostro descarnado del adiós a nuestro mundo, nos acercamos con esperanza y fe a Dios antes olvidadas, dedicados a luchar por lograr más de lo que poseemos y competir por un éxito, innecesario para ser feliz.
Fui a casa con indicación de no salir de mi habitación, no hacer esfuerzos, collarín imprescindible, el panorama cambió, el dolor se fue, pero ahora otra realidad llena de bemoles y exigente de paciencia, resignación para aceptar que debía reflexionar acerca del porqué me había sucedido esto, súbito, doloroso, jamás imaginado. Pasaron cinco meses.
Convalecencia larga, alejado de toda actividad, ejercicios de rehabilitación muchas horas al día, horas de meditación de lo vulnerable del ser humano, sobre todo cuando jamás hemos evaluado nuestra vida sin interesarnos por saber si en verdad estamos bien de salud y vivimos engañados acerca de nuestra realidad, porque nada nos limita la actividad diaria. Nos involucramos en la lucha por trabajar más, ganar más, tener más, presumir más y más, olvidando que el cuerpo humano inicia una declinación indefectible, cada segundo, a partir de los treinta años de edad influenciada por 25% factores genéticos y 75% ambientales y conductuales.
Nos sumergimos en competitividad y el perfeccionismo, avisos de alerta envía nuestro organismo pero los ignoramos, dolores de cabeza molestos, cansancio en cuello e espalda que obliga a cambiar posición, sueño inquieto, calambres en pantorrillas, hormigueo en el cuerpo, anorexia, “cabeceadas” indiscretas en algun semáforo. Síntomas mensajeros del cuerpo; “atiéndeme, no abuses”, pero mientras no nos incapaciten ignoramos su presencia, considerandolos pasajeros, y el tiempo pasa. Un día gozando de “cabal salud”, disfrutando de algún éxito de los que tratamos de lograr en nuestra diaria labor, súbitamente recibimos un ¡basta, hasta aquí, soy tu cuerpo y me hartaste! Y surge el padecimiento oculto, aplastante, incapacitante, fulminante.
Brota el ¿por qué?, luego la rebeldía, ¡no es justo!, después la negociación con nosotros mismos, luego la resignación, finalmente la reflexión para entender el porqué de lo que ahora nos sucede. En un segundo nuestra vida puede cambiar súbitamente y, a veces, para siempre. Nada es eterno, ni la salud y menos la vida.
Sentir cercana a la muerte nos reintegra a una existencia llena de fe y esperanza de no volver a alejarnos de Dios, que hoy sé que existe.