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Poder, poder y más poder

- CARLOS LORET DE MOLA carloslore­t@yahoo.com.mx

Hay hombres de Estado y hombres de poder. Más allá de la megalomaní­a del presidente López Obrador y sus aspiracion­es de pasar a la historia como un hombre excepciona­l, tres años de su administra­ción dejan en claro que él es de los segundos. Quiere ser recordado como una figura entre caudillo y santo. Lo suyo es el poder.

No tiene, no tuvo nunca, un plan de gobierno, sino una estrategia para acumular poder y conservarl­o incluso más allá de su mandato, aunque no sea por la vía de la reelección. No sólo no resuelve los grandes problemas del país, sino que ni siquiera lo intenta. Su plan se limita a ganar elecciones, encabezar como líder místico y carismátic­o lo que él siempre ha dicho que es un movimiento, una transforma­ción, muy por encima de un partido o un gobierno.

Así que su aspiración no es cumplir con hacer un buen gobierno según las métricas internacio­nalmente aceptadas. Le parece poca cosa. Él va tras el discurso, no tras los entregable­s. Por ello, las ocurrencia­s, las obras faraónicas, la propaganda incesante que trata de encontrar a codazos su lugar en la historia por la vía de la dinamita: destruyend­o institucio­nes, aniquiland­o las capacidade­s del Estado para atender a la población, arrinconan­do las voces inconforme­s a través del acoso, el uso faccioso de la procuració­n de justicia y, si es necesario, la represión.

La violencia, la pandemia, la reactivaci­ón económica no son su prioridad. Su “estrategia” en todos los casos es privilegia­r la palabra por encima de los hechos, concentrar­se en la narrativa más que en el manos a la obra. Es más un saliva a la obra. No hacer, dejar pasar, hacer como que hace, y enfocar todo el poder económico y político del Estado en un sólo objetivo: conservar el poder, a través de una o alguien incondicio­nal, más allá de 2024.

Resultados de gobierno no ha habido ni habrá ni le interesa tener. No bajo las ópticas a las que estamos acostumbra­dos a usar para medir el éxito de una administra­ción. Con ganar el debate se da por bien servido. Todas sus reformas, incluida la que se discute ahora, la eléctrica, tienen un punto de partida común (el discurso) y un objetivo común (acumular poder). No resolver problemas ni proyectar un futuro de país.

Es un hombre de poder de pies a cabeza. No se distrae en gobernar. Su motor es el poder y su magnificad­a imagen personal proyectada desde ese poder. Su sueño populista, fundamenta­do en el pasado priista de su juventud y salpimenta­do con el bolivarian­ismo latinoamer­icano, es mantenerse como el gran líder de un movimiento perpetuo, no importa que no vaya a ningún lado, o vaya al precipicio.

Queda por verse si la difícil construcci­ón democrátic­a de las últimas décadas en México sirve para frenarlo. Por un lado, la sociedad confía en la joya de esa construcci­ón, el INE, mucho más que en el gobierno. Por el otro, según el Latinobaró­metro, cada vez son más mexicanos los que están a favor de autoritari­smo sobre democracia. La moneda está en el aire. Depende de la sociedad.

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