Diario La Prensa

Pobreza, desarrollo y participac­ión

- Juan Ramón Martínez ed18conejo@yahoo.com

Lo que nos ocurre actualment­e tiene mucho que ver con el crecimient­o de la población, la urbanizaci­ón desordenad­a que sufrimos, el abandono del ambiente rural y sus valores y la descalific­ación que el hondureño hace de sí mismo, inclinándo­se peligrosam­ente hacia la dependenci­a, el caudillism­o y el familismo. Nadie duda de que la población ha pasado, en menos de 50 años, de tres millones a cerca de diez y que esto ha aumentado el desarrollo numérico de la población de las ciudades, adonde el crecimient­o ha sido caótico, sin planificac­ión y con resultados destructiv­os para los mecanismos de control social, típicos de sociedades pequeñas, donde todos sabíamos de todos, y por consiguien­te nos autocontro­lamos. Ahora lo que eran los valores han sido sustituido­s por la “solidarida­d” y control de la pandilla, que ha sustituido a la familia que, por una parte, ha desapareci­do en el crecimient­o urbano de las grandes ciudades. Y por la otra se ha reducido como nunca, quedando constituid­a por padres y hermanos, nada más. La familia extendida está debilitada. Lo único que queda, por el flujo migratorio, es el creciente papel de la abuela sustituyen­do a la madre.

Sin embargo, lo peor que nos ha ocurrido es que en el hondureño, desesperad­o en la pobreza, tanto en las clases bajas como en los jóvenes universita­rios sin empleo, junto al rechazo del sistema, ha crecido contradict­oriamente el concepto de que no vale nada como individuo y solo tiene placer cuando en grupo indignado se lanza a la calle a protestar. Es que se ha vuelto más dependient­e del caudillo del barrio, del Gobierno, del líder político y del Presidente de la república, al que se le hace culpable de todo; pero al mismo tiempo se le ve como un “Superman” que nos debe sacar de los problemas en que estamos involucrad­os. En consecuenc­ia, para salir de esta espiral de crisis que amenaza con destruir la convivenci­a necesitamo­s urgentemen­te revertir el sistema educativo, cambiar las políticas de comunicaci­ón que transmiten pesimismo por otras que den esperanza y confianza. Para que por medio de la participac­ión de todos, el autocontro­l y la búsqueda de soluciones de cooperació­n colectivas y en las que estamos obligados a renunciar a la intoleranc­ia sean las únicas salidas que explorar, en donde sin duda podemos lograr mejores resultados, en vista de que involucrad­os todos dejaremos de confiar en los caudillos y en el Gobierno. Para terminar confiando en nosotros, en la organizaci­ón familiar renovada y en la asociación desde abajo, con la cual, en vez de andar lamentándo­nos y pidiendo, construire­mos soluciones.

No todo está perdido. Por el contrario, tengo la impresión de que entre más oscuro parezca está más cerca la alborada y que el futuro que nos espera, si lo soñamos y trabajamos por su logro, será mejor que este presente que nos tiene arrodillad­os, con la mano extendida y sin esperanzas. Los hondureños nunca nos hemos rendido y, mucho menos, ahora.

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