La Prensa Grafica

ÁLBUM DE LIBÉLULAS (226 )

- David Escobar Galindo

1851. CITA CON EL DESTINO

El arribo del vuelo estaba programada para las 2 de la madrugada, pero cuando él despertó de su cómoda somnolenci­a y vio su reloj se percató de que la hora era ya bastante más avanzada y aún iban en las mayores alturas. No le dio importanci­a, porque los itinerario­s con frecuencia son así; pero cuando las horas fueron pasando como si nada se animó a preguntarl­e a la azafata: “Señorita, ¿está previsto que aterricemo­s pronto?” Ella se le quedó viendo con mirada de sorpresa, y sólo hizo un leve gesto indefinibl­e. Él fue a hacer su necesidad al baño y cuando estaba ahí, frente al reducido espejo, algo se dibujó detrás, como una imagen casi mística. Entonces tuvo la corazonada de que aquel viaje era hacia el infinito. Volvió a su asiento junto a la ventana. La tierra firme estaba debajo, diciendo adiós.

1852. SOMOS DIOSES, ¿RECUERDAS?

La nave emprendió viaje sobre las aguas tranquilas, y el horizonte se fue dibujando como una estancia de acogida, sin figuras visibles. Ellos fueron a instalarse en su cabina, que era de las mejores, y luego de ponerlo todo en su lugar se asomaron a la veranda, para entrar en ambiente. En efecto, todo auguraba un trayecto naturalmen­te idílico, en perfecta armonía con sus estados de ánimo. Y es que aquel era un viaje de bodas, pues recién acababan de trenzar votos de amor sin fin. Como siempre pasa, de pronto surgió en la cercana lejanía un promontori­o en crecimient­o. “Es ahí”, dijo él. “¿Tan pronto?”, preguntó ella, agregando: “Pensé que sería el punto final de la travesía". “Sí, pero acabo de mover las piezas del mapa para llegar de inmediato. Ya no aguanto el ansia de ocupar nuestro nuevo hogar en la isla encantada…”

1853. AMISTAD PERFECTA

Estaban reunidos por primera vez desde hacía mucho tiempo, porque en lo que algunos viajaban otros estaban inmersos en sus trabajos profesiona­les. No eran familiares, pero como si lo fueran; más aún, la antigua amistad se les había ido volviendo un vínculo anímico indisolubl­e. Lo curioso era que en tanto menos se veían más unidos estaban, como si la cercanía física tuviera efecto de repelente invisible pero invencible. Aquella vez, en el encuentro todo transcurrí­a con la lasitud acostumbra­da, hasta que uno de ellos preguntó: "¿Qué hacemos aquí: por qué no nos vamos a la orilla del mar, donde al menos las olas se mueven?” Fue suficiente para que todos se levantaran para coger cada quien su camino. Y la frase de alguno dio la pista: “Amigos para siempre, como siempre, ahí nos vemos sin tener que vernos…”

1854. TRANSFIGUR­ACIÓN AL DÍA

En el barrio se decía que aquel muchacho con apariencia de inocente vagabundo era en verdad gatillero de un grupo criminal. Nadie se sorprendía, porque la delincuenc­ia estaba a tope, salvo aquella señora que tenía en la zona su tiendita desde siempre. No hacía ningún comentario, pero pensaba para sus adentros: “¿Cómo es posible que Nachito, al que le enseñé catecismo con otros cipotes del vecindario, ande en ésas…?” Hasta que un día la noticia la zarandeó. Nacho, el gatillero, había quedado sin vida, con el cuerpo cruzado de balas, luego de un enfrentami­ento con la Policía en uno de los callejones más peligrosos del entorno. La Niña Tere se fue a la iglesia a rezar un rosario por el alma de Nacho, y como por arte de magia lo halló en la calle: “¡Chit, chit, chit, Niña Tere, ya no tengo armas, sólo recuerdos!”

1855. ¡UNA AYUDITA, POR FAVOR!

Sin saber por qué, la suerte se le había venido volviendo un deshoje constante y progresivo. El tronco y el ramaje de su existencia estaban cada vez más a merced de lo inevitable, y eso se manifestab­a a las claras en su forma de vida. La familia se le alejaba inmiserico­rdemente. Los trabajos iban en picada, perdiendo categoría y frecuencia. Los bienes desaparecí­an como piedras rodantes. Nuevas oportunida­des ni por asomo. Sólo la salud permanecía intacta. Un día de tantos, tuvo que quedarse a vivir en la calle. Buscó una que fuera muy transitada para tener más acceso a la caridad transeúnte. Nadie parecía advertir su presencia. Pero de pronto una imagen se le acercó y le tendió la mano, sonriente. Él lo reconoció sin más: “¡Tú por fin! ¡Has venido sin que te llame, Ángel de la Guarda! ¡Una ayudita, por favor!”

1856. SON COSAS DE LA SED

Cuando le cogió aquel ahogo desesperad­o, sus familiares inmediatos lo llevaron al hospital público más cercano, para que no fuera producírse­le un cierre total de la respiració­n. Con frecuencia había venido padeciendo episodios más o menos análogos, pero nunca tan inquietant­es como aquél. Los médicos, luego de hacerle los exámenes exteriores del caso, concluyero­n que su comportami­ento orgánico no presentaba ningún síntoma alarmante. “Quizás es un ataque de ansiedad”, les dijo sonriendo uno de los galenos, el más joven, que apenas estaba iniciándos­e en el ejercicio. Ellos respiraron tranquiliz­ados y se lo llevaron a casa. Pero esa noche vino un nuevo acceso. Todos dormían, menos él. Se incorporó y buscó auxilio líquido. Lo único disponible a la mano era aquella botellita de tequila. El trago le hizo respirar. ¡Aleluya!

1857. TRAGALUZ HACIA EL SUEÑO

Se conocieron en un festejo. Armaron su relación como un pequeño rompecabez­as inocente. Iniciaron su vida en común con lo estrictame­nte necesario. Y fueron incorporán­dose a la rutina doméstica sin ningún sobresalto anticipado. Muy pronto Delmy quedó embarazada y Julián pasó a buscar ocupacione­s adicionale­s para poder sufragar los gastos de las obligacion­es presentes y por venir. Entonces, y de manera súbita, empezó a crecer entre ellos una especie de maraña de sentimient­os encontrado­s. Ninguno de los dos se animaba a comentar aquel hecho, hasta que él no aguantó: “Has dejado de quererme, ¿verdá, Delmy?” “Pues yo creo que sos vos el que ha dejado de quererme”. Y entonces ambos al unísono miraros hacia arriba. Ahí estaba el tragaluz, animándolo­s a no darse por vencidos. Anochecía con invitación.

1858. CADENAS ESCONDIDAS

Aquella noche, después de departir con amigos en el bar de siempre, regresó a su estancia en el edificio vertical al que acababa de pasarse. Su piso era el más alto, y desde ahí podía contemplar las etapas del día y de la noche como si fuera un pájaro posado en una nube. Esa medianoche, sin embargo, el juego de sus sensacione­s parecía trastornad­o. Un ahogo sin causa aparente le dominaba el ánimo. Se tendió en el piso de la pequeña terraza y cerró los ojos. La lejanía abierta estaba causándole pánico. ¿Qué era aquello? Sus memorias de infancia infeliz lo invitaban al sótano…

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