Diario Libre (Republica Dominicana)

Escriben: José Rafael Lantigua, José del Castillo, Jesús R. Navarro Zerpa y Fernando Casado

- Por José Rafael Lantigua www.jrlantigua.com

ME LO CONTÓ JOSÉ Israel Cuello hace muchos años. Ante una pregunta suya, don Emilio Rodríguez Demorizi respondió con una definición propia: libro es solo el que se sostiene de pie. ¿Tenía razón don Emilio? Sí y no. Físicament­e, es probable. La escritura extensa, los atributos amplios de la historia narrada, el ensayo fértil en andaduras del pensamient­o, incluso el texto que no puede detenerse en un solo volumen y ha de necesitar más de uno para completar su camino. Proust, por ejemplo, y sus siete tomos de En busca del tiempo perdido. O Lawrence Durrell y los cuatro volúmenes de El cuarteto de Alejandría. Son casos. Pero sí, las grandes obras se sostienen de pie, desde la armadura de sus vastos espacios, su letra larga y su dominio señero.

Otros muchos libros se sostienen de pie, sin inmutarse, pero también sin trascenden­cia. Novelas que hay que abandonar al segundo capítulo. Ensayos que provocan tedio y desazón. Biografías de celebridad­es que se quedarán sin que nos empapemos de sus aventuras vitales. Ejemplos sobran. La bibliograf­ía de hoy, digamos, está construida de libros que se quedan derechitos sobre la mesa o el anaquel, sin la muletilla de vecinos, pero que suelen producir mareos, espasmos y somnolenci­a cuando se asumen como lectura. El grosor hace al libro en la medida en que no se convierta en letra muerta, sin destino. Un libro de pie, firme, sí, pero solo para hacer bulto.

Hay otros ¿textos? –que es el término sinuoso con que no pocos solemos denominar a los libros que no pueden sostenerse de pie- que alcanzan el derecho de figurar en la bibliograf­ía de cualquier escritor. Quiero decir, son libros. Porque hay pequeños libros que terminaron conformand­o una sola historia, un trayecto, una obra. ¿Obra? ¿Un eufemismo? Asigún. Otra manera de referirse a letras que se quedaron empapadas de tinta, borrosas, en la antecámara, sobre el reclinator­io. No logran ponerse de pie.

Hay pues, folletos, libros –sí, libros- de formato breve, que no alcanzan ni de lejos las quinientas o seiscienta­s páginas de los que se sostienen de pie. En los anaqueles, han de necesitar de la ayuda de un compañero más robusto para poder mantenerse erguidos. Pero, esto es solo físicament­e. En su interior, están llenos de ideas, propuestas, juicios, valores, que lo convierten en texto, obra, libro, a ser estimado y elevado en las franquicia­s siempre múltiples de la mejor literatura. Ahora mismo, mientras trazo estas notas, puedo ver los libritos que me regalara el poeta Domingo Moreno Jimenes. Libritos, por su formato, que iba editando en imprentas de pueblo –Santiago, San Francisco de Macorís- y en la propia capital, para difundir su obra en su programa de evangeliza­ción poética que realizara por todo el país. El conjunto de esos pequeños poemas terminó formando una obra grande, que le permitió con los años al fundador del Postumismo convertirs­e en nuestro poeta mayor. El Poema a la Hija Reintegrad­a, o Hay un país en el mundo, ¿no son acaso libros de formato muy breve? Bastaría conocer la edición prima de la obra cumbre de Pedro Mir, aquella de Fragua que imprimió en marzo de 1962 Gonzalo Domínguez y Samuel Thomas en la imprenta Panoramas. El poema en sí solo tiene 22 páginas. Se le agregó otro libro 6 momentos de esperanza para completar las 59 páginas. ¿Quién puede negar hoy que ese poema, ese libro primero de Mir, le permitió alcanzar la gloria de ser nuestro Poeta Nacional?

La extensión y la gordura no hacen necesariam­ente a un libro, libro. Los plaquettes, un invento de los franceses, nacieron para albergar libros de no más de treinta páginas, o sea textos de corta extensión. ¿Cuántas obras literarias no nacieron bajo este formato? El plaquette es un folleto, pero de contenido literario. Su oponente, y casi me atrevería a decir su compañero de viaje, es el fanzine, que aunque puede albergar a la escritura literaria, se ha usado desde el siglo diecinueve –en nuestros tiempos, ya muy disminuido- para el comic, para la propaganda política o para la edición pornográfi­ca. Pero, en alguna época también sirvió para el nacimiento de obras literarias que alcanzaría­n más tarde su auténtica dimensión. O sea, se insertaría­n en libros de los que permanecen de pie.

Entre el plaquette y el libro de tamaño grande, hay textos intermedio­s, no por su valor sino por su extensión. Y entre estos, hay auténticas obras literarias: relatos, ensayos, textos dramáticos. Tengo a manos tres de estos. El primero es de la autoría de José Frank Rosario y se titula El tiempo que nos devora. Tiene 101 páginas y para mí es el mejor libro de ensayos de autor dominicano que me he leído en este año. Y cuidado. Es un conjunto de ensayos breves, brevísimos, una lluvia de ideas muy bien estructura­das, con su carga poética, con su intensidad pensante, con su pericia de conocimien­tos. “La palabra dicha, más aún si es escrita, es inconmensu­rable”. El ensayista abreva en el tiempo, en las transparen­cias, en las veritas de la existencia, muros, bondades y certezas. Las dosis de nihilismo que pueblan las ideas fraguan un devenir con sus anfractuos­idades, un totem omnipotens que dispone del pasado y sus veladas tristes o de ensueño. El pasado, en fin. Contemplan­do el Guernica, mirando a Einstein, dispersado en la Yourcenar, sumergido en los Beatles, afirmándos­e en revelacion­es fragmentad­as, sombras chinescas, tránsitos, paraísos, interrogac­iones ociosas o laberintos en fuga, José Frank Rosario escribe un solo ensayo con diversas paradas, un conjunto de exquisita forma y de arquitectu­ra precisa que merece el riesgo de una buena lectura.

Yo he de recordar ahora a Alejandro Arvelo y su Filosofía del silencio, un auténtico plaquette que guarda un texto, obra, libro, donde las ideas surgen para esclarecer, para solventar conceptos, para hacer crecer criterios donde sea necesario cobijarse y buscar espacio al pensamient­o. “El silencio es un gesto de nobleza, si no se tiene qué decir”. Este es un folleto que debiera distribuir­se gratuitame­nte, ahora que se ha perdido el respeto al silencio. Un libro, el de Arvelo, de apenas treinta y cuatro páginas.

Y pienso en Carlos X. Ardavín Trabanco, cuyos libros son, en su mayoría, de relativame­nte pocas páginas. No se sostienen de pie. Pero, cuánta sabiduría, destreza de conocimien­tos, vigor intelectua­l, muestran los libros breves de este distinguid­o ensayista. Y con Ardavín, me detengo en tantos otros grandes escritores que escribiero­n obras magnas en libros pequeños. Aura, por ejemplo, de Carlos Fuentes, de su amplia y estimada bibliograf­ía su texto –para mí– más apreciado, al que he regresado más de una vez. Y así, muchos. La desmesura de una novela o de un ensayo o de una biografía o de un conjunto de textos, puede alcanzar el título de libro porque puede mantenerse de pie, sin cansarse. Pero, si se te cae de las manos, tal vez no sea más que un bodrio que compite con el peñón de Gibraltar. La escritura tiene que sacudirte, conmoverte, emocionart­e, originar un motín a bordo. Un pequeño libro, un breve plaquette, puede conseguir que esto suceda, aunque no pueda sostenerse de pie, aunque permanezca agachado, acorado a otro compañero para mantenerse erecto en el anaquel de turno. A veces uno se sostiene de pie porque no encuentra asiento. 

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