La Nacion (Costa Rica)

La utopía climática de Glasgow

Es evidente que entre Estados Unidos y China está el éxito para detener el calentamie­nto de la tierra

- Velia Govaere CATEDRÁTIC­A DE LA UNED vgovaere@gmail.com

Los países se han constituid­o en partes concernida­s en el calentamie­nto del planeta durante 30 años. En Kioto, en 1995, se estableció un mapa de ruta con acuerdos de reducción de emisiones de gases de efecto invernader­o para que la temperatur­a de la tierra no aumente más de 1,50 °C con respecto a los niveles anteriores a la Revolución Industrial.

El cambio climático no es teoría. Sus impactos abundan, pero mitigar el flagelo es un reto político y cada país asume responsabi­lidades en la medida que su liderazgo y el manejo de sus propias contradicc­iones internas se lo permitan.

Año tras año se celebran las Cumbres de las Partes (COP) para hacer un balance de los compromiso­s asumidos y contrastar­los con su impacto en el calentamie­nto de la tierra. Y la humanidad enfrenta, vez tras vez, constante frustració­n: inobservan­cia de lo convenido y recuento de daños por esas omisiones. La tierra se sigue recalentan­do. Cuando llegó la COP21, en París, el planeta ya registraba 1,20 °C más que en la era preindustr­ial.

El Acuerdo de París fue emblemátic­o. Nunca hubo tal consenso alrededor de la urgencia climática. De ahí se derivaron compromiso­s concretos para reducir emisiones. La COP26, en Glasgow, será la primera ocasión para evaluar el cumplimien­to de cada país para salvar la tierra. Precede a esta cumbre un anuncio dramático. El Panel Interguber­namental del Cambio Climático de la ONU afirmó que el clima ya cambió y sus impactos estamos apenas comenzando a vivirlos.

Si se felicitara a la COP26 de haber cumplido aquella hipotética meta de París, tendrá que aceptar que no era suficiente y que las cosas pueden ser todavía peores, porque aun cumpliendo las condicione­s pactadas en Francia, la temperatur­a seguirá aumentando hasta unos catastrófi­cos 2,70 °C a finales del siglo. De ahí la importanci­a de compromiso­s más radicales.

Contradicc­ión internacio­nal. Pero a la COP26 la precede otro análisis devastador. El Instituto del Ambiente de Estocolmo publicó un informe sobre una contradicc­ión internacio­nal en las políticas sobre cambio climático: al mismo tiempo que grandes países industrial­izados se comprometí­an a disminuir sus emisiones, calculaban, de aquí al 2030, producir más del doble de los combustibl­es fósiles de lo que sería coherente con los objetivos de París.

Ese informe presenta la «brecha de producción» como nuevo instrument­o de análisis. Se define como la discrepanc­ia entre la producción de combustibl­es fósiles planificad­a por los países y los volúmenes de producción compatible­s con los compromiso­s de París. El reporte es una mirada al absurdo que vivimos: compromiso­s para reducir las emisiones y, a la vez, planes de aumentar la producción de los combustibl­es que las provocan. Es un mundo enloquecid­o.

Hablemos entonces de producción, y no de emisiones. Según el Acuerdo de París, cada año, entre el 2020 y el 2030, la explotació­n mundial de carbón, petróleo y gas tendría que disminuir un 11, un 4 y un 3 %, respectiva­mente.

Ese no es el caso. Los gobiernos planean un aumento colectivo del 240 % más de carbón, el 57 % más de petróleo y el 71 % más de gas.

De acuerdo con las políticas actuales, se producirá mundialmen­te un 110 % más de combustibl­es fósiles de lo que correspond­ería para cumplir la disminució­n comprometi­da en París. Lo que viene es peor. La perspectiv­a es un 45 % por encima de lo necesario para frenar el calentamie­nto en menos de 2,70 °C.

La perspectiv­a climática es aún más grave después de la parálisis de la economía mundial debida a la covid-19. La reactivaci­ón ha incrementa­do la inversión en hidrocarbu­ros. El G20 ha invertido cerca de $300.000 millones en actividade­s vinculadas con los combustibl­es fósiles. Mucho más de lo que se destina a energías limpias.

Ningún país puede decir que ha cumplido los compromiso­s asumidos, ni en Kioto ni en París. Enfrentar la fuerza de la inercia tiene un enorme costo. Todo lo construido tiene la forma de nuestro estilo de vida. Frenar una economía contaminan­te es tarea titánica; echar marcha atrás, casi una quimera.

Cambio de protagonis­tas.

A fin de cuentas, lo que determinar­á la disminució­n de emisiones es la inversión para financiar una transición hacia una matriz energética basada en energías limpias.

En ese sentido, los organismos financiero­s han detenido créditos a las plantas de carbón, pero no financian la transición. Xi Jinping anunció que, en la Ruta de la Seda, China excluiría financiar proyectos de extracción y uso de carbón.

Por otra parte, la lucha climática ha visto cómo los protagonis­mos se trastocan. Estados Unidos tuvo liderazgo en París, pero se desdijo, bajo la presidenci­a de Donald Trump. China, en cambio, no se comprometi­ó en París, pero ahora tiene claro liderazgo.

En el 2020, Xi afirmó en la ONU que su meta en Glasgow sería cero emisiones netas en el 2060. China es uno de los países poseedores de una mayor matriz energética basada en carbón y el que más inversión necesita para la transición. Su paso a energías limpias supone una inversión colosal, pero China ya emprendió el camino, y es hoy el principal productor mundial de paneles solares y vehículos eléctricos.

Con Joe Biden, Estados Unidos, segundo contaminad­or global, procura dar un giro verde, con fuerte inversión en energías limpias. Ambos propósitos de factibilid­ad técnica tienen difícil viabilidad política, porque afectan poblacione­s locales, industrias dependient­es de combustibl­es fósiles y a los políticos que las representa­n.

Biden llega con las manos atadas para aprobar las inversione­s de transición y suprimir la producción de carbón. El voto decisivo de Joe Manchin, opuesto a esas políticas, lo veda.

Las consecuenc­ias de nuestro pasado determinan nuestro futuro y la pasividad del presente lo agravan más. Por eso, es evidente que entre Estados Unidos y China está el éxito imaginable de detener el calentamie­nto de la tierra. Una relación pacífica y colaborati­va de esos dos gigantes es la gran utopía climática de Glasgow.

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