Cese del fuego
Simpatizábamos con las protestas semanales contra la guerra de Vietnam escenificadas por los estudiantes de Harvard en el downtown de Cambridge, Massachusetts.
En nuestro laboratorio trabajábamos, dirigidos por uno de los químicos más notables del siglo XX, en lo que sería la etapa final de una compleja síntesis orgánica y lo hacíamos bajo presión porque el jefe ya había sugerido una fecha tentativa para dar por finalizado un proyecto que, pese a lo laborioso, era excitante. Sin embargo, teníamos un serio problema: por razones científicas inescapables, todos nuestros experimentos tenían que ser efectuados en soluciones de HCN (cianuro de hidrógeno) en metanol.
El HCN es un peligroso líquido de bajo punto de ebullición, que puede causar la muerte en pocos minutos porque, si una cantidad mínima de su vapor llega a los pulmones de un mamífero, impide de manera irreversible que la hemoglobina haga el intercambio de oxígeno. Lo utilizábamos en cantidades considerables y lo preparábamos directamente antes de disolverlo en el metanol. Eso nos mantenía en un tenso ¡quién vive! Pero, arrogantes, considerábamos que el interés científico de lo que hacíamos era importante y por ello no nos quejábamos ni desertábamos.
Un día, a la hora del almuerzo, los miembros de aquel equipo multinacional —tres estadounidenses, dos alemanes, un suizo, un austríaco, un indio, un japonés, un galés y un costarricense— hablábamos de la guerra en curso. El colega suizo equiparó nuestros riesgos laborales a peligros bélicos, lo que lo llevó a la poco alentadora conclusión de que cada uno de nosotros, aunque diestro en el manejo del HCN, tenía tantas probabilidades de morir asfixiado ahí, en Cambridge, como las que tenía un soldado de infantería de ser abatido en Vietnam.
Sus elucubraciones nos parecieron siniestras, pero hasta donde recuerdo nadie perdió el apetito. “Quiera Dios que nunca más nos encontremos en este predicado”, comentó alguien y los demás ni siquiera dijimos amén. Fuimos tan optimistas porque las balas no zumbaban alrededor de nosotros, pero debimos haberlo pensado mejor. Olvidábamos que tras el cese de las hostilidades no necesariamente cesan las bajas. Hoy la cohorte etaria de la que formábamos parte está siendo diezmada sin necesidad de armas ni de cianuro de hidrógeno.