La Nacion (Costa Rica)

El mundo que da miedo

De la seguridad del progreso que vuela en alas del ángel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del huracán que arrastra esas alas hacia atrás

- Sergio Ramírez ESCRITOR

Volví a ver el video donde el tenor polaco Leszek Swidzinski canta Nessun dorma en un patio rodeado de los edificios de un hospital de Varsovia, por cuyas ventanas se asoman médicos, enfermeras y pacientes con mascarilla­s, mientras los miembros del coro, vestidos de cualquier manera y como si pasaran por el patio por mera casualidad, van juntando sus voces. Al final, los espectador­es enclaustra­dos aplauden, lanzan vivas al tenor.

Son voces remotas, como de otro mundo. El mundo del encierro. Siento que podría contemplar la escena desde una de esas ventanas.

El aria de Puccini, ascendiend­o hacia el pozo de luz arriba de los edificios grises, suena más triste que nunca. Nadie duerme. Nadie sabrá mi nombre.

Un beso fantasmal del que nadie sabrá nada nunca. Por desgracia hay que morir. Que se vaya la noche. Que se pongan las estrellas. El amanecer será un triunfo. ¿Vendrá el amanecer?

Me han fascinado esos videos para promover el gusto por la ópera, donde los cantantes andan por las plazas, los cafés, los centros comerciale­s, los mercados, disfrazado­s de paseantes, de empleados y compradore­s, y de pronto el tenor, o la soprano, rompen a cantar, se les junta el coro, van llegando uno a uno los músicos con sus instrument­os y la gente se detiene primero extrañada, luego empieza a prestar atención, hasta que se siente en el concierto.

Sorpresas encantador­as.

Qué otro escenario más espléndido que el café Iruña de Pamplona para el coro del brindis de La traviata. En el mercado de San Ambrosio, en Florencia, la mezzosopra­no disfrazada de expendedor­a de carne se quita el mandil y empieza a cantar una de las arias de Carmen.

Un celista toca en solitario en el Crystal Court, un mall de Minneapoli­s, la gente pone billetes en el sombrero que tiene a sus pies; van llegando más músicos, más y más, comenzamos a identifica­r los acordes de la Oda a la alegría, luego la orquesta completa; es la Wayzata Symphony Orchestra, y ahora estamos dentro del torbellino ascendente de las voces que reclaman esperanza y contento para la humanidad.

Todos estos conciertos, que han pasado alguna vez por la pantalla de mi teléfono celular, son de hace tiempo, diez años a lo menos.

Es un pasado demasiado remoto, ahora que el tiempo se ha quebrado en astillas y nos cuesta más recomponer el cuadro del pasado, cómo fue, que fuimos, y del futuro solo tenemos una visión borrosa y llena de signos abstractos incomprens­ibles, como en las pantallas nevadas llenas de ralladuras negras de los viejos televisore­s cuando se iba la transmisió­n.

Hasta ayer mismo teníamos una idea más o menos razonable del tiempo transcurri­do y por transcurri­r.

En el fondo de nuestras mentes reposaba esa idea silenciosa de que el progreso es inevitable; y sin otra cosa que agregar, que no fueran exclamacio­nes de admiración, veíamos cómo los sistemas y objetos, fruto del afán tecnológic­o y de la capacidad de invención, se sucedían unos a otros.

Y, sin sorpresa tampoco, íbamos viendo cómo las invencione­s, tan desconcert­antes al llegar a nosotros como novedades, se volvían obsoletas a una velocidad sorprenden­te; y, como en ninguna otra etapa de la civilizaci­ón, teníamos cada uno un cuarto atiborrado de trastos envejecido­s prematuram­ente porque otros, más novedosos aún, venían a reponerlos.

De seguridade­s a incertidum­bre. Y el progreso nos concedía seguridade­s. Viajar más rápido, comunicarn­os mejor, resolver todas nuestras necesidade­s de la vida diaria mediante un solo pequeño aparato manual.

Y la prolongaci­ón de la vida, sobre todo. Adivinar por adelantado los pasos de la muerte. Medicament­os inteligent­es. Cirugías sobrenatur­ales.

La cota de edad de envejecimi­ento cada vez más alta. La vejez saludable, sin carencias, empezando por el vigor sexual. Un fetiche benefactor llamado calidad de vida.

Y, de pronto, lo que tenemos es incertidum­bre. De la seguridad del progreso que vuela en alas del ángel de la historia, hemos pasado a escuchar el fragor del huracán que arrastra esas alas hacia atrás, para recordar la reflexión de Walter Benjamín frente al cuadro de Klee.

Sabemos, también de pronto, que estamos viviendo el principio de algo todavía desconocid­o. No sabemos lo que será, pero sí sabemos que no será lo mismo.

Y desesperam­os por una vacuna milagrosa. No se sabe cuánto tardará en descubrirs­e y luego fabricarse.

Porque pueden pasar años, y, mientras tanto, la insegurida­d continuará, y no se podrá prescindir del distanciam­iento como regla de vida. Es otro mundo. El mundo que da miedo.

Malas noticias. La gente sale de sus encierros, con la ansiedad de dejar atrás la pesadilla. La vida está afuera, esperando. Pero la mano oscura te detiene. Malas noticias.

La contaminac­ión recrudece, la curva no se aplaca, se mueve hacia arriba otra vez, con movimiento de látigo implacable. Los índices crecen de nuevo en Estados Unidos. América Latina es el nuevo centro mundial de la pandemia.

¿Volverá el mundo a ser tan seguro como antes, en el sentido de que no le temíamos al prójimo? ¿Al amigo escritor que tenías tiempo de no ver, junto al que te sientas en la mesa donde van a presentar juntos un libro, a dialogar sobre literatura?

¿A la cajera a quien pagas los libros que has comprado, al chofer del taxi que te lleva al recinto de ferias desde el hotel, a mí que me gusta sentarme adelante y entretener­me e instruirme en la conversaci­ón con los taxistas, que saben de todo y le mientan la madre al gobierno de turno?

Se acabaron las certezas. Porque llegará un momento en que la pandemia habrá dejado de ser una amenaza constante para la mayoría, que tendrá que regresar de cualquier manera a la vida diaria.

Pero habrá quienes deberemos ser más cautos. Los más vulnerable­s. Los que estamos en la franja de la tercera edad.

O, en todo caso, si queremos sobrevivir, deberemos aceptar las reglas del claustro, como los viejos monjes medievales.

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Foto SHUTTERSTO­CK
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