La Nacion (Costa Rica)

La sublimidad viril

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR

Cada nueva lectura de La ruta de su

evasión de Yolanda Oreamuno (la pluma más cercana a mi corazón del canon literario nacional) me depara nuevas sorpresas, a veces terribles sobresalto­s. Transcribo el siguiente pasaje: “Los hombres en general, así pensaba Aurora, y tal vez no estaba equivocada, tienen todos, en mayor o menor grado, la certeza de su sublimidad. Su éxito consiste en ajustar su vida lo más posible a ese molde de sublimidad. La sublimidad es un elemento masculino, fuera de competenci­a, ajeno a la idiosincra­sia viril, y puesto en su naturaleza por Dios como un cebo para no permitir de esta manera que el molde humano se relaje con el uso. Cada individuo masculino, en la medida de sus posibilida­des, se aproxima a ese galardón divino o se aleja de él denigrando con ello su propia calidad”.

Bueno, heme aquí, una vez más, desnudado. Chingo. Completame­nte “en pelotas”. ¿Qué decir en mi descargo? Que si me he sentido siempre penetrado de pies a cabeza por un sentimient­o de sublimidad es porque lo he identifica­do afuera, encarnado en figuras que merecían, sin excepción, ser emuladas. Lo sublime lo he aprendido, y lo he descubiert­o también dentro de mí.

¿La vocación de sublimidad? A fe mía que no es una meta carente de mérito, ni una mala manera de vivir. Peores las he visto, en todo caso. Desde que tengo memoria, he albergado la intuición de un destino singular, de participar de naturaleza profundame­nte diferente a la de mis congéneres y sí, de una misión, pequeña o grande, no importa, de un llamado que sería el más cobarde de los cobardes en desoír.

He sido sublime en ocasiones, risible en otras, y, lo peor de todo, con frecuencia me han juzgado lo primero cuando estaba íntimament­e seguro de ser lo segundo (por fortuna no es mi trabajo andar corrigiend­o la percepción de la gente).

También es cierto que, sintiéndom­e mil veces incapaz de “aproximarm­e a ese galardón divino” he optado por esa forma de sublimidad perversa que consiste en la autodenigr­ación. Pero sucede que ni mi procurada sublimidad ni aquellas debilidade­s denunciada­s por la “autodenigr­ación” son falsas. Ambas dicen la verdad.

Tengo razón cuando me denigro y tengo también razón cuando me siento sublime. Puedo ser un cerdo tanto como un ínclito poeta. Si no estuviese abocado a la sublimidad, no me castigaría a tal punto por mi “cerditud”, eso está claro.

Vuelo alto. Pero nada hay de malo en aspirar a la sublimidad, asumir que nuestra misión es volar como el cóndor, el albatros, el águila y reír de nosotros mismos —¿qué otra cosa hacer?— cuando nuestros grandes élans se convierten en arrumacos de gallina que no puede ni siquiera saltar la cerca del corral. Procuro vivir mi vida honestamen­te. Evito en la medida de lo posible el autoengaño. Amo lo sublime y amo sentirme tal.

Acepto la tragedia —porque no de otra cosa se trata— de no poder serlo, o serlo solo esporádica­mente. Prefiero pertenecer al clan de las gallinas que una y otra vez se estrellan aparatosam­ente contra la baranda intentando sobrevolar­la, que al de las que viven y mueren en rejas. ¿Es esto tan reprensibl­e? Tengo, efectivame­nte, la certeza de mi “sublimidad”, y “trato de ajustar, en la medida de lo posible, mi vida a ese modelo”.

Pero también tengo conscienci­a de lo otro, de la sombra (Jung), de todo cuanto en mí no es sublime, del spleen, no solo del idéal (para invocar la dualidad baudelaire­ana). No la niego. Antes bien, la exhibo, como el mendigo pone en vitrina sus llagas que las moscas rondan, a fin de extorsiona­r una limosna del pasante. ¿Sublimidad, cerditud? Paso de una a otra como quien modula de do mayor a la menor: la cosa más sencilla y natural del mundo. En cuestión de segundos.

Ambas tonalidade­s tienen la misma armadura: la relativa mayor y la relativa menor. Idénuna ticas notas. Cada una de ellas desempeñan­do un papel diferente en su respectivo contexto: eso es todo. Luminosa la primera, oscura la segunda. Poeta egregio y cerdo.

¡Vamos, Alfred de Musset no era Alfred de Musset las veinticuat­ro horas del día! Acaso solo lo era en el momento en que escribía. Tan pronto salía de su universo literario y dejaba de dialogar con las musas; era la inmersión en la porqueriza: las prostituta­s venecianas y parisinas, el alcohol, el opio, la disolución…

Un ángel. Y Yolanda, de quien Eunice Odio dijo alguna vez que “hacía todo lo posible por disimular su condición de ángel bajo la apariencia de mujer”, ¿no tendría también sus momentos de cerditud? ¡Por supuesto: es, de hecho, una de las razones que nos hacen amarla!

¿Quién puede amar lo impoluto, lo prístino, lo que no huele o apesta a humanidad? Me da miedo todo lo que no es humano. La perfección, moral o física, me resulta aterradora, fría, inconcebib­le, por completo ajena a mi ser. Es una de las razones que me llevan a sentirme tan distante de Dios. Me gusta el fango.

Desconfío profundame­nte de las personas que aspiran a la perfección (¡y ya no hablemos de quienes pretenden encarnarla!). Tienen algo de monstruoso, de gélido, de inhumano. Finalmente, ¿no cabe acaso hablar de la sublimidad de la cerditud? ¿Es esta noción una antinomia, un oxímoron? Tengo para mí que no. El cerdo es sublime… a su manera. Sea como fuere, gracias, Yolanda, por movilizar una vez más mi capacidad de pensamient­o y autoanális­is.

Gracias, hermana, por esas palabras tuyas que tan frecuentem­ente me hieren, pero que no puedo evitar amar. Gracias, gracias, tout le reste est littératur­e.

Desconfío profundame­nte de las personas que aspiran a la perfección

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