La Opinión - Imágenes

Caperuza multicolor

- Eduardo Yáñez Canal

Tenía quince años, y por las noches se despertaba cubierta de sudor luego del combate entre la pasión y la conciencia romántica. Sus vecinos la llamaban Caperuza Multicolor, porque su madre la obligaba a portar aquella prenda variopinta que afrontaba el cambio climático. Tenía claro que en el bosque estaría su culminació­n platónica. Allí estaría el hombre que la haría feliz: robusto, de barba ligera, jean y camisa de cuadros rojos sobre fondo blanco. Una presencia que la llevaría a romper fronteras y al delirio que provocan los grandes amores.

Cuando su madre le dijo que no sabía de la abuela, supo que la meta estaba cerca. Y aunque actuó a regañadien­tes, era parte del plan: ver a la abuela y llevarle los pasteles horneados de siempre. Así que esa mañana avanzó dispuesta a todo. Aunque la madre le hizo mil recomendac­iones tenía el control, así que cuando el lobo se le acercó sonrió con aire de triunfo. El otro la abordó con preguntas y frases de admiración:

-Hola, ¿cómo estás? Te veo radiante, ¿qué haces: estudias o trabajas? No te había visto antes ninfa soberana…

Sin embargo, el animal encontró un silencio total. Caperuza lo miró de arriba abajo antes de seguir adelante. El otro, incauto redomado, la siguió, pero, agotado por la persecució­n, se postró de hinojos. Con lágrimas en los ojos le dijo:

-No me hagas sufrir. Dime para qué soy bueno. No me castigues con el látigo de la indiferenc­ia porque me matas…

La esquiva se detuvo ante el zarrapastr­oso, alcachofa inmunda, arrendajo sin futuro, rata de cuatro patas y contestó:

- Voy a visitar a mi abuela, pero veo un paraje idílico con manzanos y oigo el arrullo del agua que calmará mi sed. Así que tú, para ser digno de mí, debes ir a su casa y entregarle estas viandas. Dile que estaré allí. Ahora, lárgate y cumple tu misión.

El lobo corrió feliz: la niña le ofrecía a la abuela, le daba su comida y, por último, intuía que el postre tenía nombre propio: la criatura de mil colores.

Ella, al recuperars­e, siguió su camino y llegó al aserradero donde encontrarí­a al amor de su vida. Con gritos de auxilio, la ropa rota de manera estratégic­a y el cabello desordenad­o sobre la frente, golpeó la puerta. Cuando aquel hombre abrió, se arrojó en sus brazos mientras le decía:

-¡Amor de mi vida! No, excúsame porque ya no sé lo que digo ante la desgracia. Un lobo feroz está en la casa de mi abuela, me robó los pasteles que le llevaba y, con seguridad, se merendó a la viejita. ¡Ayúdame!

El otro se plantó indeciso en el marco de la puerta. Ella le facilitó el paso:

--¿Cómo te llamas? -Francisco, pero mis amigos me dicen Kiko-.

-Estás como para…no, por favor, te lo suplico ¡salva a mi abuela!

El otro se terció una escopeta y asumió el reto. En este punto, sería repetir la historia: el aserrador mató al lobo y sacó del estómago a la abuelita para disfrutar con ella y su nieta un jugo de sidra y los pasteles. Para la veterana las emociones habían sido muchas. Así que se despidió del hombre, besó en la mejilla a la menor y se retiró a descansar.

Decisión que facilitó a la protagonis­ta usar sus recursos. Con seguridad, se desprendió de capa, zapatillas y una blusa. Kiko, sentado en una silla, miraba con la boca abierta. La protagonis­ta empezó a moverse con lentitud. Luego, se deslizó en una danza que impactaría a los testigos de las mil y una noches.

Después, se posó en las rodillas del macho y, ya sin prendas íntimas, mostró sus tesoros. Demasiado voltaje para el aserrador, quien se levantó de repente provocando que la seductora cayera al suelo.

-No puedo -exclamó - Eres una niña y estoy casado. ¡Me voy, me voy…!

Tomó la escopeta y salió dando sonoro portazo. Fue entonces cuando la burlada se incorporó, tomó la capa y se cubrió. Luego, miró la puerta y exclamó con rabia y despecho: -¡Guevón, no sabes lo que te pierdes!

Acto seguido, su carcajada retumbó en la noche.

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