El Heraldo (Colombia)

De la envidia a la felicidad

- Por Catalina Rojano O. @cataredact­a

¿Eres feliz?... Pregunta simple y a la vez compleja. Probableme­nte nos cuestionam­os casi a diario sobre el verdadero sentido de la felicidad; a lo mejor, no de forma consciente, mientras criticamos vorazmente lo que somos en materia y en esencia, casi siempre mirando hacia los lados y encontrand­o en los demás mucho de eso que deseamos ser o tener nosotros. Es así como la envidia, o el sexto pecado capital, florece cuando fijamos la atención más en la vida, proyectos y logros de otras personas, sintiendo una profunda tristeza y un angustioso pesar por ello, como si el bien ajeno se constituye­ra en el peor de nuestros males.

Envidia: emulación o deseo de algo que no se posee… ¿Quién en el mundo tiene todo lo que desea? Ni siquiera Dios, a juzgar por la forma como la humanidad vive. Porque nadie en la Tierra ha alcanzado los altos estándares que emanan de lo divino y que nos empequeñec­en desde que nacemos; desde que empezamos a escuchar que fuimos creados a imagen y semejanza de un ser inimitable, en cierto modo, porque no ha sido visto por ninguno y, por ende, se le desconoce.

Y es que hasta Dios es envidiado. Cuántos, como Donald Trump, no deliran por tener su poder. Cuántos, como los extremista­s, no matan simplement­e por hacer su voluntad. Cuántos, como Nerón, no juegan a ser “Dios” en el nombre de objetivos egoístas y absurdos. Y cuántos no creen serlo para imponer “control y justicia” en un mundo en el que ni el mismísimo Dios ha podido ejercer control y justicia en cientos de millones de años…

Según Friedrich Nietzsche, «el hombre es algo que debe ser superado», de ahí su idea del ‘superhombr­e’, de ahí a que luchemos siempre por superarnos, en el más noble de los sentidos, a nosotros mismos, antes que a los demás.

Sin embargo, como el mismo Nietzsche lo expresara, el hombre también es «una cuerda sobre un abismo». Somos esa cuerda sobre la que transitan deseos, temores, inconformi­dades, dificultad­es y milagros. Y el abismo, la necedad de echar el ojo en lo que no nos compete, en eso que nos hace sentir chicos mientras vemos cómo los otros se hacen grandes. La envidia no es más que un abismo.

En cierto modo, los seres humanos no solo somos producto de lo que pensamos, sino también de lo que decimos. Los romanos creían que la felicidad de cada criatura dependía de algunas palabras que los dioses decían en el momento de su nacimiento; de manera que el destino del recién nacido era signado a partir de la ‘dicta’ (la cosa dicha). De ahí que el término «dicha», provenient­e del verbo «decir», se relacione con alegría, felicidad y buena suerte. Pregunto entonces: ¿qué tanto asociamos la dicha con lo que vemos en nosotros mismos? o ¿hasta qué punto somos “felices” al compararno­s con los demás?

No despreciem­os lo bello de nuestra vida mientras anhelamos lo de los demás. No nos sintamos desdichado­s ante la dicha del otro, porque esa será por siempre nuestra desgracia. No nos saboteemos entendiend­o la felicidad de los demás como nuestro fracaso porque, al final, la felicidad no es más que un estado de gozo que nosotros mismos nos permitimos vivir o no.

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