Sin decir adiós
Como la mayoría de ustedes, cada tarde de cada día, escucho a los organismos de sanidad, que presentan un recuento de las nuevas personas infectadas por el COVID-19, y del número de vidas que se pierden. Además, muestran estadísticas comparativas entre ciudades y edades.
Hace algunos días me llamó una excompañera de trabajo para que le ayudara en una diligencia. En diez días se habían muerto, producto del virus, su madre, dos hermanas y un cuñado. A cada uno lo acompañó hasta la clínica, de donde le devolvieron cuatro cadáveres en unas bolsas herméticas después de haber sido sanitizadas, sin poder tocar sus cuerpos ni sus pertenencias.
Hannah Arendt, en su libro “La condición humana” (1958) —retomando el pensamiento griego—, nos habla de la vida meramente biológica como un proceso metabólico sin fin; y la vida propiamente humana, la que es susceptible de convertirse en biografía.
Hoy la vida y, también, la muerte están siendo tratadas como un hecho meramente biológico. Detrás de cada cuerpo hay una vida con sentido, hay una historia: puede ser una madre, un hermano, un amigo, que la urgencia sanitaria nos oculta con su ‘bullerío’ numérico.
Los números son más fríos que el hielo. Nos anestesian ante el dolor de la muerte expuesta en ese conteo diario, quizás para protegernos del dolor existencial de enfrentar el peligro que nos asecha.
La muerte es uno de los misterios más difíciles de admitir; ya sea en el afrontamiento ante la posibilidad de nuestro propio fin, o para aceptar el fin de los otros. Nadie en su sano juicio se quiere morir; y si ello ocurriera, nadie quisiera que fuera en un momento como este, cuando se ocultan los cadáveres, no hay despedida, y lo único que queda es el llanto y el dolor. Nadie debería morir como si fuera solo un cuerpo biológico infectado. Nadie debería morir solo, sin que lo despidan y, si es creyente, sin que tenga su momento religioso.
La muerte no es solo biología, también tiene un profundo significado cultural. Los ritos mortuorios involucran conductas concretas y símbolos donde se rinde tributo y acompañamiento al difunto. Los funerales son el único evento adonde vamos sin ser invitados, porque hay un deber moral de acompañar a los familiares y amigos. Es el momento del lamento colectivo por el amigo o el pariente fallecido.
Infortunadamente, la mayoría de los fallecidos por COVID-19 han tenido una muerte silenciosa. Son un número más del listado que nos entregan cada día las autoridades sanitarias. No podemos dejar que nuestros muertos sean solo biología. No somos solo carne, huesos, nervios, órganos. Somos los únicos conscientes de nuestra existencia; como diría Emil Cioran: “Somos producto del desequilibrio de la vida; el único animal que ha traicionado sus orígenes”. El único que piensa e interpreta su existencia.
Cuando esta tragedia pase, no deberíamos olvidar nunca a los que se fueron. Deberíamos representar simbólica y arquitectónicamente, en un duelo colectivo, una cultura del recuerdo de las personas que se fueron sin siquiera un adiós.