Tu jefe soy yo
Yganó Uribe. Flaco favor le hemos hecho a Colombia eligiendo a un presidente insustancial, cuya principal virtud es el amor irracional que siente por quien le consiguió el trabajo.
Sería ingenuo negar cuál será la verdadera relación entre el presidente nominal y el “presidente eterno”: el primero, firmará los decretos y posará para las fotografías, y el segundo, se dedicará a gobernar; en ese sentido se pronunció -como si no lo supiésemos de sobra- Alicia Arango, jefe de debate de la campaña del Centro Democrático, y la más fuerte opción para encabezar el Ministerio de Cultura.
Algunas de las prioridades de la agenda del senador ya comenzaron a sentirse en el ambiente: el presidente nominal electo ha propuesto a su jefe como presidente real del nuevo Congreso, las mayorías parlamentarias han empezado a dilatar las urgentes decisiones sobre la JEP, en privado se adelantan reuniones para pulir los detalles del plan que busca unificar las altas cortes. Se va imponiendo Uribe, que persiste en mantenerse agazapado como si nadie supiera que su función desde el 7 de agosto será ejercer el mando.
Esta situación, que a cualquier demócrata promedio le parecería un escándalo, en Colombia es normal, e inclusive deseable, si tenemos en cuenta las 10 millones de almas que votaron por Uribe el domingo pasado, motivadas por el amor filial que sienten por su líder, devoción que comparten plenamente con la persona que llevará, cruzada en el pecho, la banda de mentiras.
Que sea normal un presidente subordinado al poder de su jefe político es un síntoma de lo que somos: un país anormal. En los países verdaderamente democráticos, los servidores públicos -y eso incluye a los presidentes- llegan al poder precisamente para servir al público, al pueblo, a la gente que votó por ellos, a la que votó por sus opositores a la que se abstuvo de votar; se saben prescindibles en caso de defraudar, de incumplir, de delinquir; se reconocen como el principal foco de críticas, exigencias y sanciones; y, por supuesto se la juegan toda para gobernar en nombre de la gente que les otorgó el honor de depositar en sus manos su destino.
Pero no es así por estos lares, y el presidente nominal le reportará a un simple senador los asuntos más trascendentales, de espaldas a la gente que tolera este disparate porque no es consciente de que en un país normal las obligaciones del jefe de estado son, única y exclusivamente, con los ciudadanos, a ellos se debe, a ellos les sirve, por ellos se esfuerza, a ellos les rinde cuentas.
Obviamente, la teoría aguanta todo, pero la realidad supera con creces los más terroríficos cálculos del deshonor, la abyección y la apatía. En Colombia sabemos que elegimos a un presidente fachada, a un testaferro político que no se atreverá a levantar la mano para apartarse de las instrucciones que le fueron impartidas, y eso es lo normal para nosotros los anormales.
Mientras sigamos comportándonos como las ovejas desorientadas que necesitan a su pastor para que les diga a dónde ir, no viviremos para ver a ningún ciudadano diciendo con la voz alta y firme: “Iván, tu jefe no es Uribe, soy yo”.