En el Museo del Prado
Me apetecía disfrutar un rato en el Museo del Prado. Cuando llego, veo que se está celebrando el V Centenario de El Bosco. En la primera planta, la sala está repleta de gente contemplando El jardín de las delicias, su obra más representativa, enigmática: el tríptico representa el paraíso terrenal, el infierno, los placeres y el castigo. Compartiendo el espacio, El triunfo de la muerte a caballo, de su coetáneo Bruegel. Huyo. Me inquieta el realismo macabro y amenazante de dos de los representantes más destacados de los pintores flamencos. Atravieso entre los grupos y sus guías, subo la escalera al segundo piso y me vuelve el alma al cuerpo: me encuentro con lo que voy buscando: la vida, la fuerza, la decisión, la sobriedad de Carlos V a caballo, vencedor de la Batalla de Mühlberg contra los protestantes, en la increíble hazaña de cruzar el río Elba al mando de sus tropas. Tras la victoria, mandó llamar a Tiziano para que lo retratara a caballo, cruzando el Elba. Sí, me ha vuelto el alma al cuerpo, la siento ligera y sigo por las galerías al encuentro de Velásquez: en la sala de Las Meninas no cabe un alfiler. Espero. No me voy sin saludar a La infanta Margarita. Me recuerda a mi hija cuando era pequeña. Paso a la sala de Las Hilanderas: la fábula de Aracne que se atrevió, orgullosa de su habilidad de tejedora, a desafiar a Minerva. La diosa no soportó la osadía y la convirtió en araña.
Tantos siglos y la misma historia. Ni los dioses, ni los poderosos toleran la osadía de los simples mortales cuando los desafían orgullosos de su dignidad.
Salgo. Es la hora de los largos atardeceres luminosos de Madrid. Con su luz, por primera vez, camino sola, sin el amor de mi vida.