Alejandro Obregón vive más allá de la muerte
‘‘Por la inmensa admiración que me deparaba el artista y su obra coleccioné durante muchos años todas las entrevistas que le hacían, así como las fotos de mis amigos, sin saber qué hacer con tanto papel”.
Gustavo Tatis
“Alejandro Obregón, delirio de luz y sombra” es el más reciente libro de Gustavo Tatis. Una biografía de 60 capítulos, en los cuales se cuentan los hechos que vivió el artista, en un tiempo rigurosamente determinado. Se puede leer en el orden que se quiera y lo publica editorial Planeta.
Las 368 hojas de Alejandro Obregón, delirio
de luz y sombra tienen instantes en la vida del artista colombiano. “Un Obregón que fue más allá de atrapar un paisaje cerca del mar, la cordillera o la selva. Transgresor y revolucionario de las artes, inspirador de cuentos, de novelas y de artistas en general, poético en su manera de vivir, auténtico. Era una metáfora encarnada”, dice Gustavo Tatis.
Tatis, quien es además periodista y pintor, empezó a guardar en su cuaderno de apuntes las entrevistas al artista. “Sin ninguna presunción de nada, solo por la inmensa admiración que me deparaba el artista y su obra, coleccioné durante muchos años todas las entrevistas que le hacían, así como las fotos de mis amigos, sin saber qué hacer con tanto papel”. Todo eso derivó en la biografía.
En el país hay muchos textos del artista, pero no una biografía. Esto hizo que el trabajo del escritor fuera más difícil. “Fue más complicado y desafiante: me obligó a emprender una hazaña titánica, trazando una primera línea de tiempo entre 1920 y 1992, fecha de su nacimiento y muerte”.
¿Cuándo decidió que el maestro Obregón es inspirador para escribir una biografía sobre él?
La decisión resonó dentro de mí en junio de 2019, cuando entrevistaba a Rodrigo Obregón en la casa de su padre. Le pedí que me permitiera entrar al taller del artista. Entré en silencio, con absoluto sigilo y prudencia, como quien entra a un templo sagrado, y me sumergí en los rastros de colores que él había dejado en las paredes de su taller, unos versos de Octavio Paz que aludían al viento y a los ojos, direcciones de teléfonos, citas que quedaron inconclusas, pinceles aún embadurnados de azules y un rimero de marcos sin lienzos.
Pero ya había estado en su casa en el centro de Cartagena. ¿Qué motivó el libro?
Había entrado a esa casa que lucía espléndida años atrás, pues tuve una entrevista con Obregón y me sobrecogió ver la ruina inminente. Los comejenes podrán comerse lo que quieran, pero jamás la memoria de Obregón, me dije, y lancé el augurio a su hijo Rodrigo: ¡Espero darte una sorpresa por los 100 años del natalicio de tu padre! Ese fue el germen del libro.
¿Qué recuerda de esos encuentros y cómo nutrieron el libro?
Conocí a Obregón en los años ochenta, en una de las exposiciones en el Museo de Arte Moderno de Cartagena. Y en agosto de 1984 alquilé un apartamento a cinco casas de la suya, en la Calle de La Factoría, sin intuir que me tropezaba en la misma calle con mi biografiado.
El 6 de junio del año siguiente nació Leonardo, mi primer hijo, dos días después del cumpleaños de Obregón. Se me ocurrió escribirle para pedirle una pintura pequeña, algo que alegrara la llegada del primogénito, pero no tuve respuesta. Conservo esa carta y me muero de pudor al saber que fui capaz de semejante atrevimiento.
No le regala un cuadro, pero, ¿el oficio lo lleva a entrevistarlo?
Un día Obregón aceptó que fuera a su casa a entrevistarlo. Me recibió con una generosidad y una alegría desbordada. Me impresionó su fuerza descomunal: era a la vez la de un toro y la de un cóndor. Tenía la ternura de un bárbaro. Ese día lo visitaba Juan Antonio Roda. En un instante, Roda se acercó a Obregón y le preguntó: ¿Quién es este chino que pregunta tanto? Obregón, quien tenía respuestas tajantes e intuitivas, le dijo: “Es un periodista, medio poeta”. Aquella conversación fue el primer cuaderno de apuntes sobre Obregón que empecé a guardar sin ninguna presunción de nada.
Dasso Saldívar, en el prólogo del libro, habla sobre cómo descifrar dos culturas, dos países del maestro Obregón.
Ese niño, nacido en Barcelona en 1920, quedó fascinado con la luz del Caribe a sus seis años, al llegar por primera vez a Barranquilla en 1926. Y en 1936, diez años después, a sus 16 años, ya delineaba su personalidad independiente y su convicción de que jamás sería empresario de textiles ni banquero. Sería artista. Y antes de sus 20 años no quería ser de otro lugar del mundo sino de Colombia y allí forjó su destino humano y artístico. La conclusión es que Obregón es una síntesis afortunada y única entre Europa y América.
Hablemos de Álvaro Cepeda, amigo del maestro, y de la Cueva en Barranquilla.
Obregón vivió, amó y pintó como un bárbaro iluminado e inspirado. El único que lo secundaba en estos delirios vitales era su más grande y mejor amigo: Álvaro Cepeda Samudio, a quien Obregón, junto con García Márquez, convencieron de que se encerrara en Cartagena.
¿Para qué encerrarse?
Buscaron a un médico que inventara una receta para que se aislara varias semanas a escribir el primer capítulo de su novela La
casa grande. Obregón impulsó esta escritura hasta que Cepeda la culminó. Y a él está dedicada la novela. Así que esos años fueron intensos y prodigiosos también en el arte de vivir…
Me dice que hay algo que le llamó la atención en sus últimas obras.
Qué curioso que sus dos últimas pinturas sean un cóndor deslizándose en los cielos de la muerte o un alcatraz ciego estrellándose en el mar de Cartagena de Indias. Y qué desgarrado su último retrato de sí mismo resuelto en grises. Todas esas pinturas retratan su propio final.
Sé que pasa un buen tiempo con sus cuadros. ¿Qué es más fácil: pintar o escribir?
Las artes no persiguen la facilidad, sino la temeridad del tallador de piedras, el insomne orfebre que junta los hilos invisibles de su filigrana, y tanto en la palabra como en el color la exigencia creativa busca el esplendor. No se queda en las orillas, sino en las profundidades abisales, donde no llega la luz del sol.
¿Y el cansancio no le pasa factura?
Cuando me agoto escribiendo busco el bálsamo de los colores. Y cuando me agoto con los colores, busco el bálsamo del silencio del que nacen las palabras.
¿Qué delirios le faltan?
Seguir escribiendo con el mismo delirio de la luz y la sombra. Deslizarse por igual, en una página o en un lienzo en blanco, con el mismo impulso, mientras viva”.