El Colombiano

El Castillo, estampa para el arte y la nostalgia

Este barrio de El Poblado es reconocido por albergar uno de los museos más visitados de la ciudad.

- Por DANIELA JIMÉNEZ GONZÁLEZ

Incrustado en medio de una ladera de árboles, aves y flores en El Poblado existe un recinto cultural que es, ante todo, un testimonio de amor. Porque hasta 1972, el Museo El Castillo fue el hogar del conocido filántropo Diego Echavarría Misas, su hija Isolda y su esposa Benedikta Zur Nieden, quien hasta el día de su muerte lo llamó “el amor de su vida”.

Cada una de las habitacion­es de este espacio, que son una suerte de encuentro entre las transforma­ciones del presente y los sueños del pasado, fueron testigos de la pasión de esta familia por la música y la cultura. Y, en ese amor por el arte, don Diego y Benedikta embellecie­ron el castillo para convertirl­o en un centro cultural al alcance de todos.

De arquitectu­ra gótica medieval e inspirado en los diseños de los castillos del Valle del Loira en Francia, el Museo El Castillo fue construido en 1930 bajo los diseños de la firma H.M Rodríguez. Desde entonces, ha sido un testimonio de las nostalgias de los años cincuenta, un reflejo de las tradicione­s, extravagan­cias y el estilo de vida de la población antioqueña que impulsó, a mediados de siglo, el desarrollo industrial del departamen­to.

En la actualidad este centro es, quizás, el principal referente del barrio El Castillo de El Poblado. Martha Ligia Jaramillo Calle, directora del museo, es consciente de la riqueza de su fauna y su flora y lo define como “un oasis urbano en medio de un sector residencia­l”.

Y es que este barrio, enquistado entre la calle 9 Sur (mejor conocida como la Loma de Los Balsos) y la calle 16A Sur, se ha convertido en una zona de vocación residencia­l en la que predominan las urbanizaci­ones y los grandes edificios.

Jaramillo cuenta que fue el Museo el que le dio el nombre al barrio, puesto que los extensos terrenos en los que sobrevive El Castillo (unas ocho cuadras) eran, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, enormes fincas campestres que luego fueron vendidas para construir nuevas edificacio­nes. De hecho, la mayoría de los edificios que se erigieron en los antiguos terrenos de lo que hoy es el museo conservan el mismo nombre, casi como una herencia de su historia pasada.

Pedro Jaramillo, residente de Prados del Castillo, una de estas urbanizaci­ones, dice que una de las ventajas de este sector es que tiene todo lo que necesita a la mano, por tratarse de un punto que es estratégic­o para el comercio.

Cuenta también, que no todos llaman al barrio por su nombre. “Uno siempre dice ‘cerquita al Castillo’. Otros dicen que viven ‘ por la Loma de Los Balsos’”.

La directora del Museo agrega que gran parte del éxito de El Castillo es la intimidad que transmite, su capacidad para seguir conectando con los visitantes.

“¿Qué es El Castillo? El testimonio de una memoria. ¿Por qué tiene tantos visitantes? Porque tiene una historia que contar y la gente se identifica con el Museo. Cuando la gente viene dice: ‘En la casa de mi abuelita había una cama igual’ o ‘ mi tía tenía una porcelana parecida a esta, el comedor de mi casa era igual’”, concluye.

León Restrepo, historiado­r y docente de la Universida­d Nacional, coincide con Martha Ligia al afirmar que en este barrio se replica lo que sucedió en otras zonas de El Poblado.

“Es el viejo concepto de un sector que terminó siendo, por la conexión entre Medellín y Envigado, una zona de las fincas de los sectores socieconóm­icos más elevados de la ciudad. Muchas de las viejas casas de fincas han dado origen, no solo a nombres de barrios, sino a nombres de urbanizaci­ones”, explica Restrepo.

Más referentes

En lo que en otra época fuera la finca de Alejandro Villa Latorre nació, en 1924, el Club Campestre de Medellín, una entidad que en noventa años se ha constituid­o como un complejo para la práctica de deportes y una reserva ecológica de la ciudad.

Algunos otras institucio­nes vecinas de los residentes del sector son el Colegio Gimnasio Los Pinares y el Colegio Compañía de María La Enseñanza de Medellín.

Rubén Agudelo, quien ha habitado en la zona durante 16 años, cuenta que cuando llegó a vivir en el barrio no existían tantos centros comerciale­s, pero que siempre ha sido un sitio tranquilo y central. No le gusta tanto, eso sí, la congestión que se ha generado por la proliferac­ión del comercio y el acelerado crecimient­o de nuevas urbanizaci­ones: “Uno no puede luchar contra el desarrollo de la ciudad, pero la movilidad vehicular en esta zona se ha complicado”, agrega.

A pesar de los cambios y reestructu­raciones propias de una ciudad tan camaleónic­a como Medellín, El Castillo sigue siendo un rincón para la nostalgia. No podrían haber imaginado nunca Diego Echavarría y Benedikta la proyección artística que ha alcanzado hoy el lugar que fue su casa, en el que vieron crecer a su hija Isolda y en el que, también, luego tendrían que enfrentar su muerte, cuando recién había cumplido los diecinueve años, a causa de una enfermedad. No habría podido saber Benedikta que las habitacion­es del castillo aún conservan los souvenires que sumaron juntos en sus viajes por el mundo y, quizás, tampoco pudo anticipar que sería en ese mismo castillo, con sus torres y amplios ventanales, donde fue secuestrad­o su ma- rido, el 8 de agosto de 1971.

Pero lo que sí pueden revivir los visitantes de El Castillo, si así lo quieren, es una historia de amor que en los lujos, la elegancia y vocación de servicio de los Echavarría, supo siempre cómo acostumbra­rse a las pérdidas. Entre los jardines del Museo, y entre las calles que se enfilan alrededor de la Loma de Los Balsos, aún sobrevive las certezas de una de las familias más importante­s para el desarrollo de la ciudad y, si se escucha bien, aún perdura la misma plegaria enamorada de Benedikta el día que conoció a Diego durante una recepción de la posguerra alemana: “Yo observaba y pensaba, simultánea­mente, que este era el hombre con quien yo tenía que bailar. Yo creo que a eso se le llama ‘amor a primera vista”

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