EDITORIAL
Con un equipo negociador acéfalo, a 25 días de terminar la tregua bilateral y con una guerrilla que incumple compromisos y golpea más a los civiles, hay que preguntar por el futuro de ese proceso.
“Con un equipo negociador acéfalo, a 25 días de terminar la tregua bilateral y con una guerrilla que incumple compromisos y golpea más a los civiles, hay que preguntar por el futuro de ese proceso”.
En medio de todas las zonas grises y las preguntas que dejó el retiro Juan Camilo Restrepo, jefe negociador del Gobierno Nacional en la mesa con el Eln, en Quito, y ante la seguidilla de renuncias de sus colaboradores más importantes, lo que dejó acéfalo el equipo oficial, pero también ante las graves denuncias de violación de esa guerrilla a la tregua bilateral con la Fuerza Pública y la continuación de los atropellos a la población civil, cabe preguntarse por la continuidad y la pertinencia de esa negociación. ¿Qué futuro e importancia tiene?
La inquietud no apunta a desvalorizar ese esfuerzo y ese escenario que pueden completar el fin del conflicto armado con los grupos subversivos en Colombia. Urge plantearlo porque pocos parecen advertir que se encuentran en una crisis profunda y en el riesgo de perder relevancia y transitar a momentos y coyunturas peores.
La actual deriva del proceso se ve reflejada en que, a diferencia de los primeros ciclos con las Farc en La Habana, la mesa de Quito no aparece en el radar de la comunidad, la opinión pública o los medios nacionales e internacionales. Se corre el riesgo de que siga desajustándose y a pocos les preocupe o incluso se enteren. El presidente Juan Manuel Santos está en mora de asumir un mayor liderazgo y de dar claridad a la ciudadanía sobre lo que viene, y lo que no.
Porque, además, no se puede seguir tolerando que mientras las Fuerzas Armadas han tenido el compromiso de respetar la tregua bilateral decretada desde el pasado 1 de octubre, y que se vence el próximo 9 de enero, el Eln continúa con toda clase de violaciones a la misma: con la siembra de minas antipersonal, la masacre de civiles, el asesinato de líderes, el reclutamiento forzado de menores combatientes, el confinamiento de comunidades y su decidido interés de copar zonas dejadas por las Farc, con la consecuente presión militar y las hostilidades con bandas criminales y disidencias guerrilleras. La lista es amplia, y tan va- riada como desconcertante. Tregua de constantes imperfecciones en su verificación.
Es por estas razones de fondo y de forma, políticas y militares, de pérdidas y ganancias para la sociedad colombiana, que el Gobierno Nacional debe apurar y enderezar una nave que hace rato navega ladeada y cada vez más sin rumbo.
Varios analistas coinciden en que falta claridad en los ob- jetivos y estrategias de este proceso. ¿Qué busca? Es seguro que desactivar la confrontación, pero ¿a qué costos y beneficios para la solidez del Estado y la democracia colombiana? ¿Con qué garantías para las víctimas, la justicia y la profundización del Estado de Derecho?
Vale atreverse incluso a invitar a los candidatos presidenciales, ahora más perfilados, a que tengan en su programa de gobierno una propuesta, una bitácora de planes y cometidos frente a este proceso. ¿Lo continuarán, en qué condiciones?
Hay que anticiparse a tocar la campana, a sonar la alarma, para eludir tormentas y témpanos que se empiezan a formar en torno a esta otra travesía que tiene por destino acercar el país a la construcción de la paz, pero que no se podrá cumplir y desarrollar sin planificación.
Que se empiece por nombrar pronto a un responsable de la negociación, a su equipo, y que se le diga al país con la franqueza necesaria cuál es el plan de acción, más allá de cometidos bienintencionados y listas prometedoras de cambios mediante un proceso que hoy carece de brújula.
El presidente debe sacarlo del limbo y la inacción con directrices monolíticas y propósitos claros y defendibles