El Colombiano

El coleccioni­sta de botellas

José Fernando Escobar cuida como un tesoro sus miniaturas, algunas únicas.

- Por LORENZO VILLEGAS

El recuerdo adolescent­e que tengo de la calle donde está el colegio Divino Salvador, es la oreja ensangrent­ada del vendedor de golosinas. Todos los miércoles jugábamos fútbol en la caja de compensaci­ón de La Estrella. Cuando terminaba el partido regresábam­os a casa a pie. Reíamos mientras caminábamo­s por Calle Negra, la sal se secaba en nuestros rostros húmedos, después del juego, sentía el pegote en mi cabello y el cuello y reíamos.

No sé cómo, no recuerdo quién, no tengo claro el momento en que el hombre del quiosco se molestó ante un comentario, tal vez hubo una burla, no sé. Vi el machete en sus manos que blandía al aire y que amenazaba a mis compañeros. Parecía un anciano enfadado en un parque, espantando palomas con un paraguas. Éramos palomas, miedosas, jóvenes y peligrosas. Alguno de mis compañeros de colegio alcanzó al vendedor de chucherías con un golpe que partió su oreja derecha y ensangrent­ó su rostro. Corrimos, nunca volví a caminar por allí.

Keawe, el protagonis­ta del cuento de Stevenson, El Diablo

de la Botella, no tuvo la remota intención de colecciona­r frascos, con tan solo un ejemplar logró en su vida lo que quería y lo que no deseaba. Toda la fortuna del mundo imbuida con la maldad menos pensada y más grande que alguien pueda acaparar en una vasija, tuvo que soportar el hawaiano.

Me bajo del bus frente al Divino Salvador, veinte años después. El aire es frío y lo primero que busco es al ventero y su puesto. Ya no están. El portero me anuncia y luego llegó a la casa del coleccioni­sta de botellas. José Fernando

Escobar saca una botellita de su armario y mira su contenido como un científico que observa lo que hay dentro de su tubo de ensayo. Tiene ocho mil quinientas miniaturas en su haber. Escobar alguna vez, coleccionó estampilla­s, cajas de fósforos y llaveros. Se deshizo de todo. Cualquier día, un primo de su esposa llegó con una maleta llena de

botellas luego de un viaje a México. El bicho colecciona­dor había dejado el hábito instalado como un virus en un disco duro en el cerebro de José. Recayó de nuevo en la adicción, esta vez al licor, no al que se ingiere, sino al que se aprecia en una estantería.

Son ya veintidós años desde que comenzó a juntar botellas. Su meta es reunir doce mil, pero el espacio ya le pone límites. José diseñó vitrinas que le aseguran dos años de pulcritud en el mantenimie­nto de la colección. Luego debe abrirlas y gastar tres meses de limpieza, en las noches y los fines de semana, después de trabajar como secretario de planeación de su ciudad.

Para Keawe, el mayor tesoro que podría brindarle su botella y el diablo sería una hermosa casa con jardín en la costa de Kona, para Escobar su gran joya es una botella de Ron Medellín veinte años. El coleccioni­sta explica que la hace especial dos razones. La primera, que tiene impresa la etiqueta en el vidrio y la segunda, que la Fábrica de Licores se la dio solo a los empleados y políticos de turno en edición limitada, por lo que tuvo que convencer a alguno para que se la cediera.

José Fernando, absorto, mira con atención la botella más costosa. Es un pequeño cognac Camus Jubilee por la que pagó un millón de pesos.

Admiro su colección y me impresiona la multitud, el orden y su colorido. Todo no puede ser impoluto, supongo que alguna mancha habrá entre las ocho mil botellas tan bien dispuestas. Le pregunto si robó alguna, José sonríe y confiesa que se aprovechó de la confianza de una amiga, cuando apenas comenzaba su colección. José estaba de paseo en una finca y su compañera, que conocía el gusto del hombre, le dijo que podía tomar cinco o tal vez seis botellas pequeñas de un grupo que tenía en casa. Escobar tomó la mano y no conforme, el brazo también, se llevó ocho. Enfatiza, rotundo, que nunca le ha robado a un coleccioni­sta, a pesar de dormir en casa de algunos con grandes coleccione­s y tener oportunida­des. Entre sus pares hay camaraderí­a.

En Colombia, es el más grande coleccioni­sta de botellas miniatura. En el mundo, considera que, por orígenes de países, puede ser también el primero. Organizó la colección por países, ex-países y territorio­s. En tipos de licor trata de tener de todas las tierras, pero es claro que de un solo país puede haber diferentes variedades. Todo lo tiene en un inventario con minucia.

La botella de Keawe fue su aliada y el diablo su más grande adversario. Los enemigos de José Fernando Escobar y su afición, son la luz, el polvo y el espacio. Vive en la cuarta casa desde que comenzó la colección y ahora piensa mudarse de nuevo y ese será otro gran problema, el trasteo.

Salgo de la urbanizaci­ón y vuelvo a mirar la calle donde peleé y corrí. Mi frente no está salada y una fresca brisa recorre la calle

 ?? FOTOS MANUEL SALDARRIAG­A ?? José Fernando Escobar y su colección. Abajo a la izquierda un ron venezolano en una botella de porcelana. A la derecha una ginebra de Rodesia del Sur. Se produjo hasta 1980.
FOTOS MANUEL SALDARRIAG­A José Fernando Escobar y su colección. Abajo a la izquierda un ron venezolano en una botella de porcelana. A la derecha una ginebra de Rodesia del Sur. Se produjo hasta 1980.

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