Crecer con miedo. Las consecuencias del matoneo.
REPORTAJE
Según cifras de la Unesco, dos de cada diez alumnos son hostigados verbal o físicamente en el colegio. En otras palabras, unos 246 millones de niños y adolescentes. ¿En qué momento esa burla se convierte en herida? ¿En qué momento rompe, ya no la piel ni el hueso, sino algo en algún lugar dentro de nosotros? Un lúcido escrito sobre el matoneo por el autor de Al diablo la maldita primavera.
Despertaba sobresaltado en plena madrugada, bañado en sudores. El sueño se le había vuelto recurrente: era recibido en la oficina por una descarga de burlas y risotadas. Algo similar había padecido más de 30 años atrás cuando, al llegar al colegio, los estudiantes de los cursos superiores le gritaban maricona, entre otras cosas, y se le carcajeaban ante la mirada, aparentemente complaciente, de los profesores. De nada valía quejarse: mientras mayor era el silencio a su alrededor, más sonora era la risa de los que se la “montaban”. No lo habló nunca con sus padres: “Me daba vergüenza. Además, era como acusarme yo mismo ante
ellos, como sembrarles la semilla de la sospecha”. En ese entonces, al salir de clase en el colegio se acostumbró a caminar por las calles secundarias, por donde nadie lo viera. Vivía en constante alerta: “Si alguien me sonreía, sospechaba de él; si alguien me tendía la mano, creía que era porque algo se traía entre manos”. Ya adulto, se disciplinó en un gimnasio que le ayudó a forjar el cuerpo macizo que hoy tiene y se amistó con otros que, como él, sufrieron lo mismo, aunque ahora no lo hablaran porque sabían que hablarlo es una confesión de la “debilidad” de habérsela “dejado” montar. Todo esto lo cuento tal cual me lo cuenta él, Clemente Zúñiga (*), sentados ambos frente a un café en un Juan Valdez al norte de Bogotá. ¿Por qué, tanto tiempo después —le pregunto—, volvía a vivir en la memoria el mismo dolor, la misma angustia, el mismo miedo? ¿Acaso el dolor se había quedado a vivir en casa y hasta ahora se daba cuenta?
Mientras escuchaba su historia recordaba a La Muñeca, un compañero de mi época de estudiante en la Escuela Militar de Cadetes. La Muñeca siempre estaba disperso: de cuerpo presente pero con la mente lejos del aula. Era alto, delgado, desgarbado, y uno de los mejores estudiantes del curso. Pero en los ejercicios militares o deportivos se “despencaba” con facilidad (despencarse: caerse, desmoronarse). Jamás lo llamaron por su nombre. Le decían La Muñeca a gritos y entre risas. Yo lo miraba con condescendencia, diciéndome “pobrecito, lo que le tocó” y por dentro, muerto de miedo, camuflándome, casi sin respirar para que no me la fueran a montar a mí también. La culpa, que le llaman, pues en ese entonces yo ya me sabía homosexual, pero también ya había leído La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y recordaba aquella conversación en la que El Esclavo se queja ante Alberto, “Pero tú no peleas mucho. Y sin embargo no te friegan”, a lo que Alberto contesta: “Yo me hago el loco. Quiero decir, el pendejo. Eso también sirve, para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo se te montan encima”. Mientras se burlaban de La Muñeca yo me hacía el loco, como Alberto, atemorizado por la culpa de saber que yo era lo que a él le gritaban.
La Muñeca se manejaba con resistencia. Como si se hubiera acostumbrado a los gritos y los golpes. En medio de la salva de burlas caminaba erguido, con la frente en alto, sin sonreír. ¿De dónde sacaba fuerzas para hacer como si no escuchara? A eso también se le llama agallas, a perseverar, a seguir adelante en medio de la adversidad. Lo veía levantarse más temprano que el resto del pelotón (mi cama estaba pegada a la puerta de la habitación) y bañarse en solitario en las duchas comunales. Y fue por esto, exactamente, por lo que lo recordé cuando escuchaba hablar a Clemente Zúñiga: ambos se excluían a sí mismos con tal de no enfrentar el rechazo de los demás. Una mañana soleada, el subdirector formó a todos los estudiantes de la Escuela Militar y lo expulsó, a él y a otros siete, pero solo de él dijo, a gritos, la razón: “Por maricón”. La Muñeca pasó entonces al frente y 30 segundos después se desmayó. El casco le hirió la cabeza y un hilo de sangre corrió a lo largo del pavimento. Cuando los camilleros corrieron a auxiliarlo, el coronel les gritó: “Déjenlo, para que aprenda a ser hombre”.
La poeta española Gloria Fuertes, que era lesbiana, escribió: “Mi niñez y juventud/ fue de ataúd/ fue injusta y dura/ (y no me hizo dura)”.
El matoneo no forja carácter. Tampoco es inofensivo ni puede entenderse como algo normal. El matoneo, bullying en inglés, es un acoso, un maltrato que bien puede ser psicológico, físico o verbal (o la suma de estos), que se produce de forma reiterada y a lo largo del tiempo. Su fin es intimidar a la víctima, lo que significa que hay un abuso de poder ejercido por un agresor más fuerte, o al menos así lo percibe la víctima al asumirse a sí misma, en algunos casos, como alguien cuya debilidad queda expuesta ante el maltratador. Es común que el acosado se muestre nervioso, triste y solitario en su vida cotidiana. En algunos casos, la dureza de la situación puede llevar a trastornos alimentarios y psicológicos, como la chica con sobrepeso que padece luego bulimia, o acarrear pensamientos sobre el suicidio e incluso su materialización, como desafortunadamente hizo Sergio Urrego.
Según un estudio de la Unesco, dos de cada diez alumnos sufren en todo el mundo algún tipo de matoneo. Dicho de otra forma, 246 millones de niños y adolescentes han sido hostigados, verbal o físicamente, en el colegio. Según el psicólogo e investigador español Iñaki Piñuel y Zabala, el matoneo puede darse de ocho maneras diferentes: bloqueo social (29,3 %), hostigamiento (20,9 %), manipulación (19,9 %), coacciones (17,4 %), exclusión social (16,0 %), intimidación (14,2 %), agresiones (12,8 %) o amenazas (9,3 %). Sucede en la edad escolar, cuando cada quien está aceptándose a sí mismo y, al tiempo, buscando la forma de ser aceptado por los demás, de ser popular.
2.
“En el pasillo aparecieron dos chicos: uno, alto y pelirrojo; otro, bajo y encorvado. El pelirrojo alto escupió: ¡Toma, en toda la jeta! El escupitajo me fue resbalando por la cara, amarillo y espeso, como esas f lemas ruidosas que se les atraviesan en la garganta a las personas mayores o a los enfermos, de olor fuerte y nauseabundo. Risas chillonas y estridentes de los dos chicos. Me resbala del ojo a los labios, hasta metérseme en la boca. No me atrevo a limpiármelo. Podría hacerlo, bastaría con el revés de la manga. Bastaría con una fracción de segundo, con un gesto diminuto, para que el escupitajo no me llegara a los labios, pero no lo hago por temor a que se ofendan, por temor a que se irriten aún más”. Así comienza Para acabar con Eddy Belleguele, la novela en la que Édouard Louis hurga en su dolor para exponerlo ante todos como si fuera un cadáver con las tripas al aire sobre una mesa de Medicina Legal.
3.
César Sierra, psicólogo y profesor del Politécnico Grancolombiano, adelantó una investigación entre 200 niños de cursos inferiores a noveno grado de la cual concluyó que el perfil del matoneador es el de “un niño que inventa bromas, pone apodos y toma rasgos físicos de sus víctimas para burlarse de ellas; insulta con groserías, vive desafiando a los demás y sobresale por su agresividad y liderazgo negativo. En los juegos es quien siempre pone las reglas y las impone mediante el poder, la fuerza física o las amenazas. Es impulsivo y se enoja con facilidad”. Algunos psicólogos también advierten que, muchas veces, los acosadores presentan casos de humillación o violencia familiar. Según el reconocido neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik, “el 10 % de los niños que han sido maltratados se convierten luego en maltratadores”.
4.
En mayo de 2016, la Unesco invitó a su sede en París a ocho organizaciones que luchan por los derechos LGBTI en América Latina, entre ellas, las colombianas Colombia Diversa y Sentiido, para presentar los resultados preliminares de la Primera encuesta de clima escolar LGBTI en la Reunión ministerial internacional sobre las respuestas del sector de la educación a la violencia por razones de orientación sexual e identidad o expresión de género, en la que el Ministerio de Educación Nacional brilló por su ausencia. Según Lina Cuéllar, directora de Sentiido: “Se expuso allí la situación de niños, niñas y adolescentes LGBTI en los colegios del mundo”.
Tal cual destacó Getachew Engida, director general adjunto de la Unesco, uno de los puntos más importantes fue reconocer que en muchas ocasiones, al hablar de inclusión LGBTI, no hay referencia a niños, niñas y adolescentes LGBTI, como si la orientación sexual diversa se diera solo a partir de la edad adulta. Hay temor, sostiene Cuéllar, “de hablar de la diversidad sexual en menores de edad. A los políticos y a muchos educadores les causa conflicto asociarla a la infancia y la adolescencia, como si fuera a convertirlos en algo que “no deben ser”, cuando no se puede obviar que vivimos la sexualidad desde pequeños y es fundamental en la formación como seres humanos”.
Junto con Marcela Sánchez, directora de Colombia Diversa, Cuéllar participó activamente en la coordinación de la Primera encuesta nacional de clima escolar para estudiantes, la cual se difundió entre diciembre de 2015 y marzo de 2016 por redes
sociales y recogió 581 respuestas completamente anónimas y voluntarias de jóvenes que se identificaron como gays, lesbianas, bisexuales, trans, queer o no heterosexuales. El requisito fundamental era que hubieran asistido al colegio durante el año 2015. El rango de edad fue de 13 a 20 años y el promedio de los encuestados fue de 16 años.
Para Cuéllar, “los colegios tratan de evadir el tema porque saben que para los papás es muy difícil aceptar y reconocer que su hijo es gay o lesbiana. En algunos casos incluso sienten culpa y se pregunta qué hicieron mal. Para muchos profesores, en cambio, la culpa es de los niños. ‘¿Quién los manda a ser así?’, afirman mientras avalan que sean discriminados. Les dicen que si no quieren que los molesten no sean afeminados o se muestren rudos”. La culpa es el tema de fondo. Y hay culpa cuando hay la creencia de que se trata de un comportamiento negativo.
En la pubertad el cuerpo comienza a hacerse diferente y se siente con fuerza algo que conocíamos tímidamente de la niñez: pulsión sexual, un deseo que en ocasiones se desborda. Muchos padres tampoco saben cómo reaccionar. En el caso de la niña, la madre se preocupa por la primera regla; en la del niño, al padre le basta con que juegue fútbol y sea rudo, competitivo. En ocasiones, están tan aterrados con el sexo como los niños. Miran el tema como si tuvieran en la mano una granada a la que se le ha caído el cerrojo y la tiran para que explote en otro lugar. ¿El colegio? ¿La iglesia? ¿Internet? ¿La sociedad? “Ya la naturaleza se encargará de hacer su trabajo”, algunos pensarán, sabiendo muchos de ellos que ni siquiera han sido capaces de enfrentar sus propios conf lictos sexuales.
Los niños quieren hablar, quieren expresar sus preocupaciones, contar con el consejo y el apoyo de sus padres, pero ellos no se lo permiten. “Los padres creen que es un tema de moda, de falta de valores o un invento de los youtubers y de la televisión —afirma Cuéllar—. Hay mucha resistencia, pues creen que lo LGBTI es un tema de nicho y hablan sobre ello en voz baja, generando interés en sus hijos, que crecen creyendo que, al tener un aura misterioso, el tema es tabú o malo. El niño pasa entonces a ser educado por Google. Conserva el secretismo en la casa, pero en su vida no. La nueva generación ha nacido de la mano de internet y el rollo es que queden mal educados sexualmente y terminen compartiendo fotos en pelota que luego generan chantaje o prostitución”.
5.
El matoneador no ataca, en sí, la orientación sexual diversa —o al niño mocoso o a la chica con sobrepeso—, sino la “debilidad” que en algunos casos nace en la diferencia, pues eso que nos hace singulares nos aísla, nos vuelve silenciosos (y hay aislamiento y silencio cuando hay dolor), y hay quienes necesitan mostrarse fuertes ante los demás asumiendo como debilidad ese comportamiento. De modo, entonces, que lo que el matoneador huele no es el miedo. Es el dolor.él sabe que el dolor nos hace frágiles y de ese dolor se aprovecha para atacar. ¿Acaso lo sabe por su propio dolor? Michellevalencia afirma:“lo preocupante es que la educación se enfoca en la religión y le impide a la gente ser. Nos enseñan a odiar y, aún más, a odiarnos”.michelle,quien desde hace unos años es una reconocida transgenerista por su activismo en la lucha LGBTI, cuenta:“la psicóloga del colegio, en Cúcuta, me hizo confiarle mi orientación sexual y a los dos minutos llamó a mi mamá. ¿En quién puede confiar un alumno si el psicólogo del colegio no tiene entereza para asumir su responsabilidad?”.
Algo similar sucedió con Sergio Urrego. Ivón Cheque, la psicóloga del Colegio Gimnasio Castillo Campestre de Tenjo que corrió a lavarse las manos tras el suicidio del muchacho, lo obligó a declarar ante ella su orientación sexual, amenazándolo luego porque, según ella, el afecto que había mostrado hacia su compañero “era una manifestación obscena, grotesca y vulgar”. No contenta, y como si aquello ocurriera durante la Inquisición, lo obligó luego a confirmar su orientación sexual delante de cuatro profesores, una exposición pública grotescamente humillante. Para terminar, la señora Cheque citó al colegio a los padres de Sergio para que él les contara lo mismo, como si fuera un criminal en flagrancia.
6.
Una amiga lesbiana me cuenta: “Hubo algo que sentí como un rechazo cuando estaba chiquita, pero es difícil decir si fue por mi diferencia en el aspecto físico, en la forma de vestir, en la timidez propia de alguien que no se siente bien en su propia piel, de alguien que no está dentro de un círculo social de niños muy cerrado. En fin, creo que lo logré gracias a que me comportaba como un camaleón”. Recordé que la historia de El patito feo no es una fábula sobre la belleza sino una metáfora sobre la identidad, sobre el hecho de encontrar nuestro lugar en el mundo. ¿Cómo encontrar ese lugar que nos permite fluir y sonreír cuando algunos intentan cerrar los espacios e imponer el mundo como solo ellos lo ven, a base de odio y dominación?
7.
Moonlight, la película ganadora del Óscar este año, podría describirse como el retrato de “crecimiento” de un homosexual, pero es más la muestra de la herida que abre para siempre el matoneo. ¿Habría sido igual la historia de Chiron si no hubiera crecido con tanto temor? En la búsqueda de identidad de este chico dulce de mirada triste que crece en el barrio Liberty de Miami, hay una densa historia familiar marcada por la droga: la madre que la consume, el protector que la vende. Y hay un abuso constante de sus compañeros de clase, que le gritan, que lo golpean. A todo, él responde con silencio. Y hay dignidad en su silencio. Cuando finalmente decide enfrentar a su victimario, todos se vuelcan a favor de él, del victimario. Queda solo, como siempre lo estuvo. Y sigue el silencio, pues a quien no puede querer se le dificulta hablar. ¿Con quién hacerlo si no tiene en quién confiar? Solo habla con la mirada, quizá porque el fantasma del rechazo crea soledades: hay un dolor que no se va y ese dolor es un eufemismo que oculta el vacío. ¿Cómo llenar, con qué, algo que desde la niñez ha estado hueco?
“Sé que no te quise cuando debí quererte”, le dice al final de la película esa madre que nunca lo abrazó, nunca lo besó, nunca lo tocó. Lo dice arrepentida, a modo de disculpa ahora que está vieja y solitaria, recluida en una clínica a la espera de que su hijo no la abandone como lo abandonó ella justo cuando él necesitaba creer en sí mismo y generar el vínculo familiar. ¿Qué puede exigirle ahora, más que piedad o compasión?
8.
Si solo lo que se ve existe, ¿hay manera de probar un dolor, de mostrarlo, de exhibirlo como se ostentan las cicatrices de guerra? Hay heridas muy profundas que nunca cierran porque no se localizan en parte exacta del cuerpo,no sangran,no supuran ni se infectan. Quizá por eso el dolor no se va nunca. ¿En qué momento una burla se convierte en herida? ¿En qué momento rompe, ya no la piel ni el hueso, sino algo en algún lugar dentro de nosotros? Un lugar que ni siquiera somos capaces de identificar; un lugar que, por ser el dolor tan fuerte y creer que no tiene fondo, suponemos que está en lo más profundo de nosotros cuando en realidad quizá se posa tan solo al cruzar la piel.
“¿Por qué crees que voy al gimnasio todos los días?”, pregunta Clemente Zúñiga al borde de las lágrimas. “¿Por qué crees que levanto pesas durante más de tres horas de rutina y llevo una dieta estricta de batidos y vitaminas? Sí, lo hago para tener más sexo, no lo voy a negar. Pero más lo hago para que cuando vuelva a encontrarme con uno de esos hijueputas del colegio sepa que no le tengo miedo. Y si tengo que cascarlo, lo casco, al hijueputa porque ¡ya no más!”. Durante un tiempo Clemente Zúñiga queda en silencio. Luego me mira fuerte a los ojos. Ya no están húmedos. Asustan. Intento sostenerle la mirada y lo oigo preguntar, “¿Por qué no los asesiné de niño?”. Ante mi silencio, sigue hablando como si nada. “¿Qué pasó con ellos? Con quienes me matonearon. Nada. Son profesionales, están casados, tienen hijos. Ya ni siquiera recuerdan lo que me gritaban. Yo, en cambio, nunca dejé atrás el miedo, nunca aprendí a confiar, nunca fui feliz”.
(*) Nombre cambiado por solicitud expresa.