MEMORABLE CIERRE PARA UNA TRILOGÍA
En estos tiempos, cuando ya se ha convertido en moda recuperar películas del pasado para relanzarlas y presentarlas a nuevas generaciones, es reconfortante ver ocasiones en que esta maniobra va mucho más allá de ser una superproducción hecha casi siguiendo una fórmula para arrasar en la taquilla, y hay un aporte de calidad visual y narrativa. “El planeta de los simios: La guerra” no sólo lo consigue, superando en calidad e intensidad a la anterior entrega -”El planeta de los simios: Confrontación”, de 2014-, sino además es posible considerarla la mejor de esta trilogía que en 2011, tras casi cuatro décadas, recuperó en muy buena forma la saga clásica iniciada hace medio siglo (mejor ignoremos el fallido remake que Tim Burton dirigió en 2001).
Tres años después del otro film, este nuevo largometraje es aún más desencantado que los dos que le precedieron, y no parece dejar mucha esperanza al grupo de simios liderados por el sufrido César, quienes sobreviven cada vez con más esfuerzo y desgaste a frecuentes combates con los militares comandados por un implacable y despiadado superior (un calvo Woody Harrelson, cuya interpretación y look traen evidentemente a la memoria al recordado coronel Kurtz de Marlon Brando en “Apocalypse Now”), y ven como única posibilidad de salvarse intentar huir al desierto, aunque en el camino encontrarán nuevos obstáculos y sufrimientos.
“El planeta de los simios: La guerra” no sólo es efectiva como espectáculo, sino además triunfa en su capacidad de conmover al espectador (algo no frecuente en este tipo de películas), y aunque no evita los arquetipos, sabe ir más allá de las conven- ciones en sus personajes y situaciones. En ese sentido, una vez más se equilibra bien la acción con los momentos de intimidad y poesía, y son fundamentales los actores que encarnan a los simios a través del sistema de “motion capture”, quienes nuevamente se roban la película y se ven y sienten reales y creíbles, remeciéndonos en sus cuestionamientos y conflictos internos. El sufrimiento, la tristeza y el dolor que transmiten son de verdad impagables.
Otra vez con el brillante aporte de un equipo artístico de primera categoría -destacan una vez más la fotografía de Michael Seresin, el diseño de producción de James Chinlund y especialmente la maravillosa banda sonora del siempre notable Michael Giacchino-, Reeves consigue un memorable cierre para la trilogía, de alcances humanistas y acertados ecos cinéfilos que van desde el western y lo bélico -más que un clásico film de guerra con excesos de batallas, tiene más de un paralelo con la inolvidable “El puente sobre el río Kwai”- hasta una serie de elementos que evocan la legendaria “Los diez mandamientos”. ¿Quién hubiera pensado hace casi diez años, en 2008, que el mismo director de la publicitada pero decepcionante “Cloverfield”, el estadounidense Matt Reeves, iba a ser el responsable de un trabajo tan digno, emotivo y logrado?