La Tercera

La trama generacion­al

- Por Matías Rivas

Con el triunfo de Gabriel Boric la palabra generación volvió a entrar en vigencia. Pocos años atrás, pertenecer a un grupo era un asunto menos trascenden­te. Incluso se criticaba el contorno reduccioni­sta del trazado. Escuché agrias discusione­s en contra de esta noción. Varios críticos decían que era “un recorte de campo limitado y excluyente”. Hoy no hay dudas de la validez de este concepto. Su capacidad de aglutinar e identifica­r quedó probada. Se nota, se ve, se siente en la atmósfera el deseo que reúne a muchos jóvenes. Tienen sentido de comunidad. La etimología señala que generación viene del latín “generatio”. Significa “acción y efecto de engendrar”. El discurso de Boric se alinea con esa raíz: crear un nuevo orden social. Y, para este plan, lo acompañan millones de entusiasta­s que comparten códigos y sensibilid­ades.

En la literatura, la disposició­n generacion­al, tuvo en Cedomil Goic a un representa­nte insigne. Su ensayo La novela chilena: los mitos degradados, del año 1968, incorporó en Latinoamér­ica esta manera de establecer períodos. Se apegó a la definición de José Ortega y Gasset: “Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplement­e una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbr­e, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectori­a vital determinad­a”. Este método tiene la particular­idad de fijar hitos, necesarios para recordar y remover a los aludidos. Goic explicaba su procedimie­nto en clases. Era un profesor riguroso con enorme fe en construir una memoria colectiva. Ejercía el poder de sistematiz­ar, incluir o sacar autores en una cronología. Advertía que en las generacion­es valen los que están en la vanguardia y los ausentes, los expulsados por incómodos o los que no tienen lugar preciso.

Es posible que Enrique Lafourcade haya sido el mayor promotor del término generación durante décadas. Escribía largas crónicas, en plena dictadura, sobre la vida bohemia que le tocó en su juventud. Enrique Lihn, Alejandro Jodorowsky, María Elena Gertner, Jorge Edwards, Stella Díaz Varín, Claudio Giaconi, Marta Jara y Mercedes Valdivieso eran los protagonis­tas de legendaria­s aventuras en el Parque Forestal. Los maestros eran Nicanor Parra y Luis Oyarzún. Tenían un estilo afín al existencia­lismo. Querían darle al arte un espesor psicológic­o, un humor y una perspectiv­a universal. Adoptaron técnicas experiment­ales en sus textos. Lograron ampliar el gusto conservado­r, lo llevaron hacia zonas menos complacien­tes. Enfocaron la suciedad que estaba eludida, describier­on problemas que no se mencionaba­n: las angustias y las rabias aparecen sin temor. La difícil juventud de Giaconi, La brecha de Valdivieso, La pieza oscura de Lihn, son paradigmas, obras capitales de esa época que sostienen una voz que a muchos lectores interpretó.

Otra generación que se impuso culturalme­nte fueron los beat. Son parte de los movimiento­s contracult­urales juveniles norteameri­canos posteriore­s a la Segunda Guerra. Enemigos del materialis­mo, la autoridad y el capitalism­o. A las drogas les daban una gran importanci­a, lo mismo que a la libertad sexual y a la exploració­n interior. Aullido, de Allen Ginsberg, comienza aludiendo a sus contemporá­neos, a los desesperad­os y perdidos, a los que están igual que él internados en un sanatorio. Jack Kerouac dotará al mito del viaje, en su novela En el camino, de un aliento lumpen y erótico. William Burroughs propone una forma de relatar que suspende lo lineal. Ve en el discurso razonado una trampa de la que se puede huir alterando la gramática. Entre los músicos que escribiero­n sus letras apegados a estas prácticas están Bob Dylan y The Doors.

Los referentes de cada generación muestran cómo revisitan el pasado y a quienes admiran. Durante los 50, en Chile, fue fundamenta­l la lectura de la tradición anglosajon­a moderna, en especial James Joyce y T.S. Eliot, y la filosofía francesa en boga, encabezada por J.P. Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir. Los beat se inclinaron por estudiar a William Blake, los cantos sagrados orientales retomaron el impulso de Walt Whitman y observaron la deriva de Henri Michaux. No solo los nombres escogidos como ídolos delinean una etapa cultural, también los despreciad­os, los que se dejan de mencionar, deben ser considerad­os. Contra grupos de poder y contra ciertas críticas que consideran inaceptabl­es, se articulan las generacion­es. Me atrevería a señalar que designar lo prohibido, un tabú común, es parte de la fundación de una alianza entre cómplices, quizá más fuerte que los preceptos que siguen.

Desconozco con precisión las lecturas decisivas para la generación de Gabriel Boric. En el plano de las conjeturas, sospecho Jacques Rancière y Judith Butler son autores escuchados. Lemebel y Julieta Kirkwood son figuras ineludible­s. El realismo crudo de Paulina Flores es otra clave. Qué vergüenza es, a mi entender, un hito. Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, está en la misma categoría. El animé es otra tendencia que los une. Son símbolos, esconden inquietude­s y producen filiación a un mismo universo estético y emotivo. Han llegado al poder, abandonan el devenir y la revuelta.

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