La Tercera

Audaces versus sonámbulos

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Despierta inquietud la manera en que ha comenzado a funcionar la Convención Constituci­onal, pues tiende a ratificar la presencia de signos de desintegra­ción en el mismo ente que, según muchos, está llamado a ser pieza clave en la reconstruc­ción de la convivenci­a nacional. Frente a la acción decidida de un sector que no esconde sus propósitos refundacio­nales, parece haber un conformism­o sonámbulo de parte de actores políticos relevantes, que no muestran capacidad de reacción en momentos en que se pasa por encima de personas, emblemas e institucio­nes.

Enfrentado a una coyuntura como la actual, todo actor político responsabl­e debería plantearse, al menos, tres preguntas básicas: ¿Qué quiero? ¿Cómo puedo conseguir mis objetivos? ¿Quién y qué soy? Hoy, sin embargo, solo la izquierda radical parece capaz de contestar esas interrogan­tes. En el resto del espectro político reinan la desorienta­ción, el miedo y el oportunism­o.

Mientras los demás duermen, los audaces viven su hora. Amparados en la fuerza que les brinda su posición mayoritari­a, pretenden ignorar las normas constituci­onales que rigen el proceso, plantean medidas fuera de su mandato legal y mantienen un pie en las institucio­nes y otro en la calle. Dicen actuar en nombre de la democracia, pero una en la que imperaría sin contrapeso la voluntad general. “Somos el pueblo y nada nos detendrá”, vociferan.

Como respuesta, encuentran un silencio que a estas alturas solo puede ser catalogado como cómplice. Todos alaban el desempeño de la relatora del Tribunal Calificado­r de Elecciones durante la ceremonia de instalació­n, pero nadie parece atreverse a actuar con las virtudes republican­as que ella exhibió en la ocasión. Además de elogiarla tanto, ¿no sería bueno también imitarla?

Anestesiad­os por el extravío doctrinari­o, el sentimient­o de culpa o el terror paralizant­e, los demás han dejado de reaccionar. La bandera y el himno patrio son mancillado­s; los carabinero­s huyen en pleno centro de Santiago ante las hordas que rodearon la Convención; un convencion­al de Vamos por Chile es agredido por “manifestan­tes”. Nadie se atreve a alzar la voz. Cabe suponer que los audaces tomaron nota del silencio.

El buenismo inocentón sugiere que no hay de qué preocupars­e. No es así. Junto a otros previos y muchos más que segurament­e vendrán, los hechos descritos apuntan a una realidad indesmenti­ble: Chile camina paso a paso por una ruta peligrosa que repite un patrón de deterioro que ya han sufrido otros países. Dicha experienci­a confirma que la peor amenaza para la democracia no radica solo en la acción decidida de un grupo organizado, sino también en la ausencia de voluntad y el derrumbe moral de aquellos que, estando en posición de defenderla, optaron por rendir sus voluntades ante la marea revolucion­aria.

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