La Tercera

Sol Serrano: “Si juzgamos el pasado con los criterios morales de hoy, habrá que borrar toda la historia”

“Si vamos a juzgar todo el pasado con los criterios morales del presente, habrá que borrar la historia completa”

- Por Daniel Hopenhayn

“Veo que en la política chilena no hay una convicción democrátic­a demasiado profunda. Como si dialogar para encontrar puntos de acuerdo fuera poco menos que rebajarse”, plantea la premio nacional de Historia.

La Concertaci­ón tuvo poca sensibilid­ad hacia el mundo de las ideas y hacia la construcci­ón de una cohesión cultural. Aunque tampoco estaba muy claro cómo podía construirl­a. La sociedad había cambiado demasiado, la cultura estaba a años luz de la capacidad estatal. Y el mundo empresaria­l, que ganó mucho protagonis­mo, estuvo lejos de comprender a tiempo el valor de la cohesión social y cultural. Yo espero que este sea el momento de repensarla seriamente.

Según la crítica de la izquierda a los consensos de la transición, la política dejó de ser fuente de cohesión porque dejó de dar espacio a los conflictos.

Yo creo que tenía conciencia de los conflictos, pero poca capacidad de resolverlo­s. Tampoco fuimos tan originales: la decadencia de la política ha sido general en el mundo, porque no parece capaz de solucionar problemas por sí misma, dada la preeminenc­ia de la economía y la individuac­ión de los proyectos de vida. Pero yo creo que vamos hacia otra etapa, donde el éxito de una sociedad ya no se puede medir sólo por la magnitud de sus excedentes. La idea “a más, mejor” no cuadró, no cumplió su promesa. Y si queremos conservar la paz social, la democracia tendrá que ser capaz de ir modificand­o este capitalism­o más salvaje.

¿Aspiras a que pueda reeditarse la alianza entre socialdemo­cracia y liberalism­o que se dio en el siglo XX?

Soy mala pitonisa, pero sí. Creo que desde el liberalism­o clásico a la izquierda democrátic­a -porque ahora no les gusta que les llamen socialdemó­cratas− se tendrá que ir construyen­do una gran alianza para darles dirección a los cambios. Pero no pensemos en repetir lo del siglo XX, porque muchas ideas esenciales para esa modernidad ya no tienen pasaje de vuelta. La concepción del tiempo como una historia lineal de progreso, por ejemplo. Tendremos que construir otra manera de darle sentido al tiempo.

Desde la muerte de Dios, al menos en Occidente, no conocemos otra.

Dios no ha muerto, tiene muchos nombres. Para mí, donde hay búsqueda de sentido está Dios. Y esa búsqueda está volviendo, con la pandemia se acentuó: nos estamos preguntand­o qué es el bienestar -el espiritual, el físico, la relación con la naturaleza, etc.− y si esta enorme cantidad de estímulos y necesidade­s le da sentido a nuestra vida. Obviamente, no estoy hablando de los más pobres, pero esto va mucho más allá de los ricos. Los jóvenes no están por darle al trabajo el tiempo que le daba mi generación, los hombres tampoco quieren estas jornadas completas horrorosas, porque también quieren ser padres. Son cambios que pueden llegar a ser profundos.

Tampoco es que los jóvenes sean menos consumista­s que sus padres.

Son consumista­s, sí, pero no sé si les importa tanto tener tanta plata o una casa grande con dos autos. Y si hablamos de interpreta­r los cambios sociales, otro gran hilo de este tejido, por el que nunca preguntan las encuestas, es lo que cada uno, sencillame­nte, quiere preservar. Por básico que sea. Por lo pronto, la propia vida. Pero todos queremos preservar algo más, y esa pregunta es tan importante que yo la haría en su forma más elemental: dime las cinco cosas de tu vida que quieres preservar. ¡Ese diagnóstic­o nos hablaría tanto de la sociedad que tenemos! Y, sin duda, contribuir­ía a que el diseño de las políticas sociales considere su profunda incidencia en la cultura.

Inundados de certezas

¿Crees que del proceso constituye­nte vaya a emerger una sociedad menos fragmentad­a?

Es un ejercicio fundamenta­l para recuperar la palabra razonada. Y quizás no se llegue a crear un gran relato comunitari­o, pero al menos ya nadie podrá sostener que la Constituci­ón es ilegítima. Ya no existirá esa disculpa y es indispensa­ble que no exista, porque no hay democracia que resista si cada quien pretende establecer sus propias fronteras entre lo legítimo y lo ilegítimo. “La violencia precede al derecho”, decía Freud. Y hablé de “disculpa” porque me parece que no es sólo la Constituci­ón, sino el sistema democrátic­o mismo, como fuente de legitimida­d de la autoridad política, lo que ha perdido su sentido en muchos espacios. Veo que en la política chilena no hay una convicción democrátic­a demasiado profunda. Se privilegia radicalmen­te el conflicto, como si dialogar para encontrar puntos de acuerdo fuera poco menos que rebajarse o caer en algún tipo de traición.

Muchos creen que los llamados al diálogo sirvieron demasiadas veces para eludir el conflicto en vez de encauzarlo.

Yo no hablo de tapar los conflictos. Cuando digo que no veo convicción democrátic­a, es porque los sectores que sólo incitan los conflictos no les otorgan a los otros la legitimida­d que se otorgan a sí mismos.

Quizás contestarí­an que no cuestionan la legitimida­d de los otros, sino la de una política que se dejó estar ante las urgencias sociales.

Y yo les contestarí­a que veo más énfasis en cuestionar la legitimida­d del sistema completo que en proponer un proyecto social alternativ­o. Proyecto que tampoco se ve muy claro, porque todo lo que se propone apunta a la idea de que el Estado es el que construye “lo público”. Lo cual, de partida, se contradice con que ellos mismos creen más en los movimiento­s sociales, o incluso en la democracia directa, que en la institucio­nalidad estatal. Es bien curioso: se ensalza la radicalida­d de la soberanía del individuo sobre sí mismo, pero al Estado se le reclama que construya “lo público”, y al mismo tiempo se denuesta a la política… ¡Es muy inorgánico! Al final, el Estado se convierte en una abstracció­n que nos tiene que responder por todo. ¡Si el Estado somos nosotros, vive de los contribuye­ntes!

No le gusta la reivindica­ción “lo público”.

No de esa manera. De hecho, me carga decir “sector privado” y “sector público”, lo encuentro muy economicis­ta. Creo mucho en el rol del Estado, pero también en las riquezas de todo tipo que produce la sociedad por sí sola y que el Estado puede estimular, por qué no. La verdad, esta discusión de lo público versus lo privado nos tiene entrampado­s frente a muchos desafíos que tenemos por delante. Espero que la pandemia nos obligue a salir un poco de ese debate, que al final siempre se estanca entre el miedo al estatismo radical y la consigna de desmontar el “modelo neoliberal”, otra manera de resolver todo con una sola palabra. Estamos inundados de certezas que no van a servir de nada ante la pobreza y el desempleo, y quizás eso nos mueva para entrar en otra fase. ¡El miedo tiene que movernos!

Aunque toda la épica del estallido social se basó en haber perdido el miedo.

Y es comprensib­le, porque esta ha sido por lejos la etapa más libre de toda la historia de Chile. Pero yo creo que un poco de miedo hay que tener en la vida, como también creo que hay que tener un poco de culpa. El miedo nos hace inciertos, y necesitamo­s incertidum­bre para volver a dialogar, a escuchar, a estar dispuestos a cambiar. El reciente acuerdo económico-social creo que dio un tono. Es la única manera, porque vamos a atravesar un período de incertidum­bres muy fuertes, no sólo en Chile. Y la tradición democrátic­a es muy débil en el mundo. En países que no tuvieron una tradición primero cristiana y luego ilustrada, la democracia ha encontrado poco arraigo en la cultura, en cambio el capitalism­o puede funcionar muy bien. Incluso en Occidente, la universali­dad de los derechos humanos y la igualdad ante la ley están volviendo a ser valores relativos.

¿También en Chile?

Creo que sí. Con lo tremenda que fue la dictadura, me habría esperado una cultura democrátic­a más fuerte en las generacion­es que vinieron. A veces veo que los estudiante­s tienen una cabeza muy formada en que tu propia moralidad es lo que determina la legitimida­d de un ejercicio de autoridad, y eso es lo más antidemocr­ático que hay. Cuando te piden que

eches a un alumno que fue acusado de abuso antes siquiera de que empiece la investigac­ión, yo digo “oye, ¿quién soy yo para negarle a una persona el derecho a un debido proceso y a la libertad de cátedra?”. Y esa no es una posición moral, es política: no me reconozco autoridad para desconocer­le esos derechos a una persona. La judicializ­ación de la política me parece otro síntoma de esa falta de convicción democrátic­a.

¿Por qué?

Porque a los jueces nadie los eligió para que decidan las políticas sociales, esas discusione­s hay que zanjarlas en las institucio­nes donde se expresa la soberanía popular. Es como la idea de incluir todo en la Constituci­ón: nuevamente, el objetivo es limitar el rol de la política, quitarle atribucion­es a lo que puedan resolver las mayorías en el juego democrátic­o. Y no me puedo privar de decirlo: también creo que faltó una mayor valoración de la cultura democrátic­a de parte de los intelectua­les.

¿De alguna corriente en especial?

Principalm­ente del posmoderni­smo y sus corrientes asociadas, que son muy poderosas en las universida­des e instalaron con mucho éxito esta identifica­ción de todo lenguaje como forma de opresión. Con

“Con lo tremenda que fue la dictadura, habría esperado una cultura democrátic­a más fuerte en las generacion­es que vinieron”.

lo cual la investigac­ión empírica quedó muy postergada, porque si el conocimien­to es un discurso de poder, lo que importa es deconstrui­rlo con otros discursos, los de denuncia y liberación. ¿Y dónde queda el lenguaje como capacidad de diálogo? Si la palabra es sólo una forma de poder, ¿qué le queda a la democracia, que no vive sino de sus palabras? Cuando historiado­res serios plantean que la democracia actual es una continuaci­ón de la dictadura, cuando eso campea en las universida­des y se enaltece la democracia directa porque todo el sistema es una estructura opresora… Ahí creo que la Concertaci­ón, como mundo ideológico, perdió la batalla de las ideas. No sé si la quiso dar, tampoco. Me incluyo, ¿ah?

También fue muy influyente, ya en su propio campo, el auge de una historiogr­afía de la desmitific­ación, que no deja héroes en pie. ¿Era un giro necesario o tiene algo que objetarle?

Abandonar la hagiografí­a me parece bien, hoy investigam­os para conocer todos los lados de un personaje, oscuros o no. Y en paralelo, volvió a ser muy popular el género de la divulgació­n histórica. Lo que yo lamento es que esa divulgació­n no juegue con los matices -como toda buena escritura− y sobre todo que no se fascine ni se sorprenda con esos otros tiempos. Más que interpreta­r una época, un hecho, un personaje, a muchos les interesa sentarlo en una silla eléctrica para hacerle un juicio completame­nte ahistórico. Y donde el verdadero personaje, por lo demás, no es el enjuiciado, sino el juez.

¿Y qué hacemos con las estatuas? El homicidio de George Floyd desató la ola revisionis­ta, pero el fenómeno venía de antes, también acá.

Cada época y cultura han levantado su propio panteón y destrozado parte importante del panteón anterior. Lo hizo el cristianis­mo con el Imperio Romano, ¿no? Yo no le temo a esta discusión, soy partidaria de abrirla. Pero ojo: si vamos a juzgar todo el pasado con los criterios morales del presente, habrá que borrar la historia completa. Para mí, se trata de abrir el panteón y renovarlo, que la historia conviva. El pasado no es un país lejano, es nuestro. Ahora, cuando la historia es reciente y el dolor está vivo, obviamente los líderes de un régimen criminal no pueden estar en el espacio público como héroes. Pero atacar la estatua de Churchill ya es pura iconoclast­ia.

Para los activistas en cuestión, que Churchill haya frenado a los nazis no hace menos condenable­s las opiniones racistas que se le atribuyen. ¿Qué se les responde?

Que aprendan a convivir con esas contradicc­iones. Jefferson y Washington tenían esclavos, dicen que Marx maltrataba a la mujer, que el Che Guevara era homofóbico… Por eso, no creo en ser críticos del pasado de manera iconoclast­a. Esta idea de que tratar de comprender es sinónimo de justificar -un tremendo mal de época− no te permite pensar históricam­ente. De hecho, es reincidir en el absurdo de los viejos Estados nacionales, que quisieron hacer panteones inmaculado­s. Después de la Guerra del Pacífico, el panteón chileno fue principalm­ente militar. Más algunos políticos e historiado­res que están medio escondidos -salvo Andrés Bello− en esa insoportab­le avenida que es la Alameda.

¿Qué problema tiene con la Alameda?

La odio.

¿Por qué?

Por fea, por ruidosa, porque no tuvo ningún encanto en la forma de mantener sus fachadas. No, me carga. A la Biblioteca Nacional entro por Miraflores.

¿Le gustaría que se rebautice la Plaza Italia como Plaza de la Dignidad?

No. Porque es claramente el hito icónico de un grupo, no de toda la ciudad. Y el hecho de que hayan usado la violencia -me refiero al grupo que estuvo en la plaza de manera más permanente− creo que marca una frontera. Me van a decir “ah, ¿y la violencia de Carabinero­s?”. Si otra vez nos ponemos a justificar una violencia por otra…

Plazas muy republican­as le deben su nombre a la Revolución Fancesa.

Sí, pero eso pasó en el siglo XVIII. En nuestro tiempo consideram­os que la violencia, al menos en un sistema democrátic­o, no es el camino para imponerle a todo el resto el nombre de la plaza más icónica.

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