Jorge Navarrete
NO ES SU EXISTENCIA TEÓRICA, SINO SU PRÁCTICA Y REALIDAD COTIDIANA, LO QUE HACE AL TC FUNCIONAL A QUIENES NO HAN SIDO CAPACES DE IMPONER DEMOCRÁTICAMENTE SUS TÉRMINOS.
El próximo paso a una comisión mixta del proyecto de aborto en tres causales, fue un revés para el gobierno. Con todo, la aprobación del Congreso no preocupa al Ejecutivo, sino la posterior resolución que adopte el Tribunal Constitucional (TC), especialmente después de que la oposición anunciara que recurriría a dicha instancia en caso de no contar con los votos para rechazar dicha iniciativa. Una vez más, se abrirá un debate en torno a la función y roles de este tribunal superior, escuchándose opiniones más al calor de una coyuntura, que de las razones que justifican o hacen necesarias una institución de esta naturaleza.
En principio, y más allá del interesante debate entre juristas y académicos, parece razonable –tal como ocurre en muchas democracias del mundo- que exista un cuerpo colegiado que limite el ejercicio de la soberanía popular, me refiero a las leyes dictadas por el parlamento, cuando éstas entran en colisión con las normas básicas que organizan nuestra convivencia y muy especialmente cuando se trata de derechos fundamentales. Así por ejemplo, y valga la exageración, si una determinada mayoría determinara –en el marco de la lucha contra la delincuenciaque debe legalizarse la tortura como un mecanismo de investigación judicial, probablemente pocos se escandalizarían si una ley así fuera declarada inaplicable por una instancia superior.
El problema, sin embargo, estriba en otras dos dimensiones. La primera apunta a los problemas de legitimidad de nuestra Constitución, la que pese a sus innumerables reformas, es todavía percibida como un traje a la medida impuesto por un sector político que temió ser minoría en el futuro. De esa manera, nuestra Carta Fundamental no solo plasmaría una particular visión del mundo, sino que también consagró una gran dificultad para su futura modificación. Lo anterior no solo limita el espacio de la deliberación política, generando un desfase respecto de los profundos cambios experimentados por nuestra sociedad, sino que también acrecienta la idea de injusticia y ajenidad hacia muchas de las normas que consagra.
La segunda, es que tampoco el TC es percibido como una institución que, de manera preferente, haga una interpretación jurídica, rigurosa y desinteresada del texto. Desde la forma de elegir a sus miembros, pasando por el sorprendente nombramiento de algunos jueces, y culminando con la evidencia de cómo han votado sus miembros, se instaló la idea de que se trata de una institución demasiado permeable y funcional a los intereses políticos de uno u otro sector.
De esa manera, no es su existencia teórica, sino su práctica y realidad cotidiana, la que lo convierte en una tercera instancia revisora de carácter político, por un órgano desprovisto de cualquier atributo de la soberanía popular, y que ha sido funcional para el veto de quienes no han sido capaces de imponer democráticamente sus términos.