Mika, una nube de azúcar ‘pink’ en Cap Roig
Habríamos podido pensar que su momento ya pasó, pero Mika ha logrado retener los focos sumando a su dimensión de cantante y creador de tonadas la de entertainer y figura del espectáculo, capaz de ejercer de juez en la versión francesa de La Voz y en el italiano X Factor, y de copresentador en Eurovisión. De ahí sale una criatura escénica llamativa, con su desparpajo, su punto de kitsch y su colección de nubes de azúcar pop, que pudimos paladear este sábado en su estreno en el Festival de Cap Roig.
Pero Mika no quiere limitarse a salir a recorrer una serie de canciones, sino que se propone camelarse al público con sus gags y ocurrencias, como la de empezar a cantar el primer tema, Lollipop, desde el asiento de platea en el que llevaba un rato discretamente sentado. Y envolviendo el repertorio en un aura de estado mental, allí donde los corazones de color rosa (en escena y entre el público, en cartones y globos) evocan un mundo plástico identificable. «El pink es una filosofía», llegó a decir, apuntando a aquellos momentos en que sospechas que «la vida es una mierda y necesitas bailar».
La herencia de Mercury
Hubo danza y algarabía, sí, en torno a ese cancionero de colorines, que tanto mira hacia la dinámica electro-pop (Origin of love) como al melodrama rococó heredero de Queen: ahí estuvo Tiny love, una de las dos únicas menciones a su último álbum, My name is Michael
Hellbrook, lanzado justo antes de la pandemia. Préstamos bastante visibles: Ice cream sonó muy Prince.
Hubo un tema más reciente, Yo-yo, publicado el pasado mayo, que condujo el concierto hacia un estado más introspectivo, junto con Underwater, cuando explicó que su voz podía estar «una mica més feble» (dijo en catalán ayudándose de una traductora subida del patio de butacas) por causa de un episodio de covid-19 (el cuarto, aseguró). Apenas se apreció esa debilidad, hay que decir.
Mika tiene repertorio para sostener un concierto (con puntos anclaje como Relax, take it easy o Boum boum boum), pero no confió solo en sus temas, sino en la simpatía y la conexión natural con el público. Ahí hubo desequilibrio. Solo interpretó 14 canciones en algo más de 90 minutos, algunas muy estiradas o entremezcladas con sus monólogos sobre su madre o sus intercambios lingüísticos en Sitges. Como si el hit principal fuera él mismo, aunque, a la postre, nade pudo rivalizar con la montaña rusa de Grace Kelly, encendiendo el tramo final con su falsete infinito.
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