DELICADAS MELODÍAS DESDE EL BOSQUE
Como artista y curador, integra una expo colectiva que reúne formas poéticas y audaces en las que el arte evoca a la naturaleza. En el pabellón de Bellas Artes de la UCA.
Por las vueltas del destino y el azar o por acción de los hombres, la culturalidad humana contemporánea se percibe por fuera de la naturaleza. En contrapartida, los confinamientos y el asedio tecnológico llegaron a reconciliar sensibilidades con el dialecto calmo, hospitalario y profundo de lo natural. De un modo similar que desde el ambientalismo, el land art y ciertas poéticas románticas. Entrar a La canción de la Tierra en el pabellón de las Bellas Artes de la UCA es como entrar a un bosque. Uno en el que las cosas van retornando a su sitio. Las obras se suceden rítmicamente y los saltos de soportes y estilos conforman una suerte de excursión armónica, reclamando al espectador atención visual e intelectual por vía del asombro. La curaduría de Eduardo Stupía logra este efecto hilvanando un discurso coherente con artistas tan distintos. En la exposición se entrecruzan obras del propio Stupía, de Emma Herbin, de Juan Andrés Videla y de Corina van Marrewijk. La coralidad, que el texto curatorial de Stupía atribuye más a la ventura que a la intención, funciona y el todo destaca las partes.
La muestra parte de la obra de Herbin, que marca el rumbo y luego se desarrolla la urdimbre posterior. Sus trabajos fluyen entre la delgada línea de la figuración, el paisaje y la tenue abstracción. Se nota en casi todas sus pinturas una tendencia al orientalismo y sus grafías, y un intento por vincular universos que en apariencia no se tocan. El color actúa como organizador y el trazo libre, casi como de la tradición del Xieyi chino, va armando universos compositivos que evocan lo natural inequívocamente. Aún en los trabajos menos figurativos, la presencia del paisaje y de lo natural se adivina y se representa de un modo indiscutible. Cuando sus pinturas se hacen más figurativas aparecen animales autóctonos como la liebre y el ñandú.
Herbin usa en algunas de sus obras un soporte que combina resultados estéticos con alusiones sensoriales muy significativas. Pinta sobre telas antiguas, sobre viejas mantas de bebé, sobre lienzos con gofrados, logrando efectos visuales muy interesantes. En “Cyclamen” (2021), lleva estos recursos al límite consiguiendo plasmar una obra muy expresiva y original en 40 cm cuadrados.
La casa en el bosque
Juan Andrés Videla está presente en La canción de la Tierra con su enorme ductilidad y su gran capacidad técnica. Entre las 31 obras expuestas existe una diversidad inusual. Las hay de gran formato y otras muy pequeñas, algunas tienen un uso del color y de la composición sumamente elaborados y otras se resuelven en blanco y negro, mezclando elementos reales e insinuaciones ópticas, hay óleos, grafitos, y obras de impresión digital. Para mostrar la diversidad de la propuesta del artista bastará con detenerse en alguno de sus trabajos. En “La casa del árbol” (2019), un óleo sobre tela de dimensión considerable que es parte de la serie Enciclopedia, Videla construye un paisaje despojado en el que los elementos figurativos, la casa y el árbol, dialogan con manchas y trazos de color, algunos de ellos cruzados por pequeños dibujos geométricos. La presencia combinada de grandes planos de color con líneas sutiles de dibujo y el manejo del vacío que el artista logra darle al principio central de la obra, la casa del árbol, termina conformando una pintura visual y conceptualmente compleja.
En “Rosal”, Videla vuelve a mostrar su capacidad para ver el color. Realiza una operación interesante en la que realza la tonalidad mientras la oculta. A la manera de las veladuras richterianas, el rosa de la flor emerge y destaca al mismo tiempo que se oculta y se hace difuso. Las hojas le suman densidad a la imagen, poblando de matices y contraluces a una pintura muy comunicativa que mezcla en dosis similares rique
za técnica y sensibilidad. Videla, además, presenta dos dispositivos móviles en los que hace uso de un cinetismo mecánico y artesanal para mostrar dos escenas íntimas y poner al visitante en un rol activo, participando de la movilidad de la obra.
Las obras de Corina van Marrenwijk no podrían acompañar mejor el diseño de la muestra. Sus piezas son pequeñas esculturas botánicas hiperrealistas de una minuciosidad y un detalle realmente llamativo. Al primer golpe de vista, parecen que fueran efectivamente lo que quieren representar: flores, plantas arrancadas de raíz, tubérculos y frutas en su estado natural. Pero se trata de piezas elaboradas con hilos, con papel pintado con tintas diluidas, sostenidas por estructuras de alambre que se vuelven invisibles. Suspendidas en el aire desde la altura, la sombra que se proyecta sobre la pared y el leve movimiento que les produce el ambiente crean una suerte de tridimensionalidad ampliada que genera un clima y una vibración que, además de su valor artístico, envuelve de coherencia al guión curatorial de Stupía.
Finalmente, la obra de Eduardo Stupía. Además de la curaduría, el artista participa de La canción de la Tierra con trabajos que tienen, además de su reconocida agudeza y virtuosismo, una gran cuota de evolución y experimentación. De las 19 obras de su autoría, hay dos series, realizadas especialmente para esta exposición que son un verdadero acierto. Siguiendo el derrotero natural, creó una serie de flores y de jardines de invierno con una técnica en principio bastante simple, pero que se resuelve en piezas delicadísimas y complejas. Lo que hace Stupía es imprimir sobre papel, y montar luego sobre tela, la ampliación de una fotos hechas con celular de unos papeles arrugados que trabaja digitalmente con procedimientos muy sencillos de contrastes y blancos y negros. El desenlace visual es impecable, pese a que las formas son claramente abstractas, aparecen las flores en toda su naturalidad y fuerza vital. Stupía logra una dislocación entre el lenguaje y lo representado, haciendo estallar la dimensión de lo verosímil, y lo hace con una mínima cantidad de recursos.
La otra serie especialmente realizada por el artista y curador para esta exposición es un conjunto de paisajes muy pequeños realizados con fragmentos de ilustraciones de viejas enciclopedias, manuales y vademecums, que Stupía usa para generar unas escenas oníricas y fantásticas con la naturaleza como argumento central. Los árboles, las plantas y los frutos danzan con detalles urbanos mínimos, como catedrales y edificios. De vez en cuando una figura humana hace su aparición reclamando también su estatus de ser natural.
Por último, hay que resaltar el uso que el espacio del Pabellón hace del pasillo lateral y de la brevísima sala contigua. Haciendo de la necesidad virtud, Cecilia Cavanagh logra imprimirle a ese dificilísimo recoveco una identidad particular, convirtiéndolo en un anexo documental en el que se recuperan los procesos creativos y se deconstruyen y reconstruyen las distintas temporalidades de las muestras.
La canción de la Tierra conmueve sin efectismos y asombra de manera inteligente, dos dimensiones que hoy no pueden dejar de celebrarse.