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Una experienci­a bien caroyense

Chacra de Luna, que además de restaurant­e es salón de eventos y museo familiar, sintetiza el espíritu de los habitantes de Colonia Caroya: costumbres arraigadas y sabores tradiciona­les en la mesa.

- Nicolás Marchetti nmarchetti@lavozdelin­terior.com.ar

Si uno piensa en Colonia Caroya, piensa en la calle arbolada, en salame, vinos, pastas, frutas y verduras. En pan casero. En una boina, en “los gringos” trabajando en el campo. En las madres y abuelas cocinando la pasta o revolviend­o huevos con chorizo a la hora del desayuno.

Chacra de Luna tiene un poco de cada cosa en un mismo predio, porque sus paredes tienen todas esas imágenes grabadas en sus retinas de ladrillo. Fueron ellas las que contuviero­n a una familia tipo de la Colonia a principios del siglo pasado: herreros, carpintero­s, cocineras exigentes, apasionado­s elaborador­es de salame y vino.

La quinta al fondo es una postal en sí misma. Hoy se mezclan en el paisaje con juegos para niños, porque el predio se ha transforma­do en un paseo recreativo para toda la familia, en un museo vivo con restaurant­e y tienda de Delicatess­en regionales.

Al parecer, el menú cambia cada tanto. En esta época de turismo fuerte, no están platos emblemátic­os de la identidad friulana –polémica decisión– como la rognosa (revuelto de salame) o el frico (tortilla de queso y papas). Pero hay salame. Y con eso estamos a salvo de toda determinac­ión desafortun­ada.

La tabla de quesos, aceitunas y salame cuesta $ 400. Contiene ocho raciones de cada uno, es decir, una entrada pensada para compartir entre dos personas. O tres más moderadas. Tiene dos puntos a favor: el salame está evoluciona­do y ofrece aromas inexistent­es en otro tipo de productos industrial­es. Además, el queso es “criollo”, o elaborado por productore­s de la zona, sin una denominaci­ón establecid­a por el código alimentari­o argentino. Lo podríamos bautizar nosotros como “caroyense”. ¿Por qué no? Esa cualidad lo convierte en un queso alejado de todo sabor de góndola.

El punto que no se destacó fue la frescura del pan. Desentonó un poco al igual que el escabeche que sirvieron de appetizer. Le faltaba energía, perfumes, colores y textura. Pero con él llegó a la mesa una botella de agua fría, también gentileza de la casa. Un buen gesto de hospitalid­ad.

Principal

Las sugerencia­s de la carta llegan escritas a mano (legibles) en una hoja de papel madera, sobre el resto de la carta impresa. De principal ordenamos dos platos. Por un lado una pasta (cómo no) y por el otro una carne, como para tener referencia­s en cada bando.

La pasta es fenomenal. Ravioles de espinaca con crema de puerros y hongos ($ 400). Una verdadera obra maestra. La mayoría de los restaurant­es de la ciudad deberían venir a tomar nota de cómo lograr un relleno expresivo y una masa suave y delicada. Elegancia absoluta.

En cuanto a la carne, pedimos un entrecot grillado ($ 500), acompañado de papas fritas. No preguntaro­n el punto preferido del comensal (en el país de la carne, en el año 2020 todavía nos cuesta adentrarno­s en este detalle tan importante). Por suerte llegó jugoso.

Y no sólo eso. Sino también acompañado de una muy expresiva salsa criolla y de un trozo de pimiento rojo asado, perfumado con pesto de albahaca y nuez. Muchos colores, mucho sabor.

Pareciera que hay algo en el ADN de los caroyenses que les impide hacer las cosas sin aspiracion­es de quedar en la historia. ¡Es muy difícil entrar a algún restaurant­e de la zona y no comer realmente bien!

Para corregir: la presencia de papel parafinado bajo la carne puede llegar a proteger de los cortes a la tabla de madera, pero también, con la humedad del plato, puede romperse y terminar en la boca junto a la carne.

Baño y postre

Antes de pedir el postre hicimos una visita al baño. Orden y limpieza, papel descartabl­e pero falto de jabón líquido. Siempre lo decimos: antes de cada servicio hay que revisar los dispensers. A la hora del postre, luego de tantos platos abundantes, preferíamo­s algo moderado. Un poco de helado con higos en conserva no sería una mala opción.

Pero, fiel a una tradición que representa, tal cosa no existe ni está en los planes. La porción de frutos en almíbar, el helado de crema con dulce de leche y duraznos de la quinta conservado­s en almíbar y algunos otros que se ofrecían, eran demasiado amor para tan poco resto físico.

Igual, de postre recorrimos el museo familiar, los jardines, la quinta y un poco de la ciudad. Y pensamos en cómo las autopistas acortan distancias, las hacen más amables. Con la nueva autovía, todo esto está más cerca que nunca y por eso, es el mejor momento de la historia para disfrutar de toda esta experienci­a tan caroyense.

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Buena entrada. Tabla de quesos, aceitunas y salame, una buena opción para pedir al comienzo de la experienci­a gastronómi­ca.

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