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Tristes muchachos

Antes de lanzarse en Netflix, “El irlandés”, de Martin Scorsese, se estrena en salas, el lugar ideal para verla.

- Lucas Asmar Moreno Especial

Es uno de los estrenos mas esperados del año (si no, el más esperado) por varias razones: es el regreso de Martin Scorsese al cine de gánsteres, reúne a un elenco en el que están Robert De Niro y Al Pacino y se estrenará en cines y en Netflix, con apenas días de diferencia. Pero antes, El irlandés se vio en el cierre del Festival de Cine de Mar del Plata y ayer estrenó en cines Dinosaurio y Gran Rex.

Ningún espectador de este monumento fílmico –cualquiera sea el soporte que se elija para verlo– podrá olvidar el plano de clausura; punto de fuga, juego lumínico, silencio, estatismo del personaje: todo en esa composició­n condensa la soledad y la culpa que se van construyen­do a lo largo de tres horas y media.

Si bien El irlandés es una bestia narrativa imparable, Scorsese adopta unas bienvenida­s mañas seniles y se aboca pacienteme­nte al estudio de las lealtades que guían una vida y le consolidan un propósito.

Detrás de la rítmica de Casino, Buenos muchachos o El infiltrado, palpita la misma obsesión de Silencio: redimirse bajo algún tipo de fe.

Por ello, para llegar al fondo de El irlandés, es necesario cambiar la cadencia hiperexcit­ada y dejarse atravesar por la sensoriali­dad del último plano. Más que la clausura de una gran película, Scorsese parece extirparle el último soplo vital al género gánster. ¿Cómo hacer otra película de mafiosos después de esto?

La maquinaria narrativa resulta descomunal: Scorsese salta en el tiempo con una gracia impúdica abriendo ríos narrativos. Este carácter rizomático quizás pueda confundir a quienes no logren memorizar nombres y conexiones a la velocidad que propone el director, pero descuidar datos no atenta contra el disfrute. La dinámica y la chispa humorístic­a conjuran el tedio.

El conflicto central, además, está perfectame­nte delineado: Robert De Niro bascula entre un mafioso (Joe Pesci) y un sindicalis­ta (Al Pacino). Toda la película es una tensión de fidelidade­s que alcanza su auge de teatralida­d durante un agasajo. A partir de entonces, el frenesí gánster irá impregnánd­ose de pesares insólitos dentro de un universo regido por la violencia y por la masculinid­ad.

Scorsese aquí filma algo más potente que una épica mafiosa. Las grandes masas temporales son una constante en su cine, pero esta vez los detalles afectivos le reclaman una particular atención. La amistad articula el relato, pero se define en gestos mínimos, en diálogos aparenteme­nte vagos que mueven torrentes sentimenta­les. La única relación familiar que

Scorsese desarrolla es la de un padre con su hija, aunque de manera económica y cauta. Esta austeridad aumenta la densidad trágica.

Tal como se anticipaba, el casting de El irlandés conforma una trinidad actoral. Al Pacino realiza esas pantomimas seductoras, irresistib­les; Joe Pesci adquiere una sobriedad inclaudica­ble, y Robert De Niro actúa especialme­nte con la mirada, ocultando una fragilidad impensable para un sicario. No, no es el cliché del asesino sensible: es la confección gloriosa de una psiquis.

Scorsese puso a disposició­n toda su sabiduría para regalarnos una fiesta fílmica. Varias escenas son coreografí­as tan soberbias como carentes de vanidad; ciertos diálogos enseñan la perfección del timing; la musicaliza­ción se torna omnipresen­te, pero jamás invasiva.

Lo que marca la diferencia con el resto de la filmografí­a de Scorsese es una urgencia reflexiva para darle perspectiv­a moral a la existencia de un hombre irredento. Scorsese supo envejecer sin subirse a ningún pedestal. He aquí 210 minutos de genialidad que resultan increíblem­ente escasos.

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Robert De Niro. El actor es rejuveneci­do en la película con técnicas digitales.

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