Maníes, cervezas, desilusión y crueldad
La ficción es algo tan disfrutable como un masaje en los pies. Esta premisa permite que funcionen las novelas poco pretenciosas de la tarde, los bingos que auguran fortunas y las campañas electorales que terminan con bufones coronados como gobernantes. Ahora, en materia de engaños, jamás hubo alguien mejor entrenado para aprovechar la inocencia de la gente que mi exvecino Martín, un facineroso sin escrúpulos que encontró en Internet el anonimato y la impunidad que no vio nunca en la vida real.
–Nadie sabe quién sos ni dónde estás –solía decirme cuando nos cruzábamos en la entrada del edificio–. Te tenés que poner Internet –insistía–. No hay límites.
Ahora entiendo que el método cruel desarrollado por Martín se sustentaba en algo tan básico como improbable: todas las personas necesitamos una dosis de ficción desde nuestra tierna infancia, porque a los seres humanos nos seduce su influjo desde la hora primera. Gracias a ella vamos intentando ordenar el mundo, ya que es una herramienta de transmisión de conocimiento y la manera más antigua de interpretar el universo que nos rodea.
A esa lección la aprendió con mucho dolor la primera víctima virtual de Martín, el señor Hugo Fressi, que cayó en la trampa digital armada para gastarle una broma muy pesada. Si el ardid para cazar desprevenido a Fressi funcionó, fue gracias a que la ficción nos da permiso para soñar cosas imposibles.
La trampa era cruel, y se basaba en la interpretación de un personaje dentro de una sala de chat. Martín ya tenía experiencia en esas páginas, por lo que no le costó nada crearse un perfil falso y tirar la carnada.
Todo a la cabeza
A veces la fantasía funciona como una zanahoria que corre delante de nuestras narices, convenciéndonos de que hay posibilidad de que algo suceda: queremos que una magia acomode nuestros números para que coincidan con los que escupe un bolillero; queremos que el intendente que votamos se arremangue; queremos que nos entreguen un auto a la cuota número seis. Pues bien, don Hugo Fressi quería enamorarse y ese fue su pecado, porque las relaciones amorosas no son la excepción a la regla de apostar por lo imposible. Si no, pensemos en el adolescente enmascarado de acné que duerme sueños agitados apostando a que la compañerita más linda del colegio lo elija como pareja para el acto del 25. O pensemos en la muchacha desgarbada que fantasea con que el chico rebelde termine confesándole en una intimidad sin precedentes cuánta pasión secreta siente por ella.
Internet funciona para muchos también como una quimera, y en la red abundan explicaciones ficcionales para sustentar promesas falsas: agrandamiento genital, premios de los que somos únicos ganadores, y hasta terrenos en la Luna. Todo esto sin contar las maldades de tipos como Martín, adepto a los juegos, las trampas y los desenlaces humeantes.
Nunca sabré qué le hacía creer en esos años a los oficinistas sepultados bajo toneladas de carpetas que las muchachas con las que chateaban eran diosas escandinavas de conductas sexuales libertinas, dispuestas a recibirlo con los brazos abiertos en un aeropuerto internacional, a cambio de que les pase primero los números de la tarjeta de crédito. Pero eso ocurría. Y esos hombres abatidos en una tristeza dominical crónica veían en esos sueños imposibles la chance de que, por una vez en la vida, la suerte les tirara un centro.
Conozco muchos casos de parejas que se formaron vía web, pero a ese número lo dobla y lo triplica una nómina pavorosa de corazones rotos digitalmente. A la par de los enamorados siempre hay una horda mansa de zombis a quienes les masticaron la ilusión.
Y uno de esos tipos era Fressi.
Irresistible
Martín había creado un perfil virtual de femme fatal y atacaba con él las páginas de conversación a la búsqueda de algún corazón desesperado que se arrastraras in dignidad. Se hacía pasar por u natal“Diosa_t remen da_cba”,y por increíble que parezca hoy, en esos años casi nadie sospechaba que en Internet también había malas intenciones. Así fue que el personaje de la muchacha abordó al veterano Fressi, quien se desbocó de un modo tan infantil que me hizo sentir lástima.
La cuenta de Martín tenía la foto de una mujer hermosa, casi irreal. Muchos cayeron en su trampa, pero el caso de Fressi marcó el final de mi etapa de cómplice silencioso. Hasta ese momento sólo me había limitado a mirar por encima de su hombro y seguirle la corriente. La broma podía durar varios minutos, y siempre terminaba con un cachetazo de realidad: cuando se cansaba, Martín revelaba su personalidad y se reía de los incautos.
Fressi era un empleado bancario que para chatear usaba como foto de perfil la imagen de su DNI, con media huella digital sobre la barbilla. Con Fressi la broma llegó demasiado lejos. De entrada dijo que le costaba creer que una chica como Diosa Tremenda tuviera que buscar amigos en Internet. “Me gustan los veteranos experimentados como vos”, le respondió un par de veces mi vecino. Y Fressi no pudo resistirse a la tentación.
Así fue que mi vecino citó al donjuán al edificio cuya entrada se veía desde la ventana donde estábamos. Era la primera parte del plan. Después le pidió al flamante conquistador que trajera botellas de cerveza porque hacía mucho calor. “Traéte también unos
manises, Fressi” le encomendó Martín. “¿No será una broma, no?”, quiso saber la víctima. Y Martín, impertérrito, le dijo que si no quería agarrar viaje, se desconectaban y se terminaba todo.
Para nuestra sorpresa, el galán se disculpó y dijo que iba a salir al encuentro de Diosa Tremenda.
“Le tengo que pedir permiso a mi jefe y salgo. Ojalá no me mientas, porque estoy arriesgando mi laburo yéndome ahora”, explicó.
“Tenés más vueltas que una calesita, Fressi”, le escribió Martín antes de darle la dirección y desconectarse.
Para nuestra sorpresa, 20 minutos después Fressi se apersonó en el edificio del frente. No lo podíamos creer. Sobre todo Martín.
Vamos que venimos
¿Qué motivó a ese señor a dejar la humildad de su recinto de trabajo, pasar por el súper, comprar los “manises”, las cervezas, y caer en la trampa? Los gritos de Martín asomado por la ventana haciéndole saber a Fressi que la vergüenza también tiene sede en Internet, todavía me duelen.
Vi al hombre girar sobre sus talones y ponerse pálido al observar nuestros caretones en la ventana del segundo piso. Llevaré de por vida grabada en la mente la impotencia de un Fressi desangelado, aferrado a las bolsas de supermercado, engatusado con su propia pasión.
Cuando alguien habla de conocer a la pareja de sus sueños por Internet, el semblante de la foto del DNI de Fressi me viene a la memoria. Y la angustia se me pone briosa para terminar galopando junto a su caminar solitario, cuando por fin entendió que se le estaban cagando de risa. Recuerdo el gesto de derrota, su mentón yéndose hasta el pecho para no mirarnos. Recuerdo la incomodidad que me dio saber que habíamos puesto en riesgo el trabajo de alguien, que le habíamos alimentado la fantasía hasta rozar la crueldad, y que como víctima, casi no ofreció resistencia.
–¡Rajá de acá, viejo alzado –le gritó Martín, como dándole una estocada final al corazón de nuestro cincuentón en fuga.
Desde ese día, cuando me hablan de algo que es demasiado bueno para ser verdad, siempre pienso en Fressi. La experiencia me cambió y cuando Martín se mudó, sentí que me había liberado de algo que me avergonzaba.
Deben ser muchas las víctimas de la fantasía. Y calculo que cada quien lleva dentro de sí a un Fressi muerto de vergüenza, abriéndose camino de regreso a su rutina por una ciudad de calles llenas de ficción.
De alguna manera, todos somos la imagen de ese hombre cansado y triste que sortea las esquinas de lo imposible, masticando con rabia los manises de la desilusión.
ConozCo muChos Casos de parejas que se formaron vía web, pero una nómina pavorosa de Corazones rotos digitalmente dobla y tripliCa ese número.