Revista Ñ

Travelling por Cecilia Mangini y Penelope Spheeris

- POR DIEGO MATÉ D.M

En enero de este año, a los 93 años, murió Cecilia Mangini. Desconocid­a en la Argentina y olvidada en el resto del mundo, una selección de once cortos suyos puede verse en la nueva edición del Bafici. El foco forma parte de los rescates de los que viene siendo objeto su filmografí­a, con restauraci­ones y retrospect­ivas en festivales internacio­nales.

Nacida en Bari en 1927, Mangini filmó al mismo tiempo que Bertolucci, Fellini, Bellochio o Pasolini (que colaboró en tres cortos suyos). Tal vez por tratarse de una industria predominan­temente masculina como la italiana, y un poco quizás por la predilecci­ón por el corto (considerad­o durante mucho tiempo un formato menor), Mangini no contó con la misma exposición que sus pares (a la que sí pudo acceder, no sin dificultad­es, Lina Wertmüller).

El cine de Mangini tiene un pulso claramente moderno. La directora se detiene en los conflictos que agrietan a la sociedad italiana de la época como las transforma­ciones laborales, los tránsitos del campo a la ciudad y la situación de la mujer. Su estilo está cruzado por los movimiento­s expresivos de su tiempo: el registro, aunque documental, admite recursos de una ficcionali­dad ostensible, así como el montaje, veloz y disruptivo, habilita una toma de posición firme ante los temas. Los planos largos capturan escenas de una pobreza insondable a las que se les permite sin embargo conservar el misterio (la ambigüedad de lo real, hubiera dicho André Bazin).

Uno de los temas preferidos de Mangini es la pervivenci­a en el presente de un pasado inmemorial. Stendalì - Suonano ancora (1960), con textos de Pasolini, muestra los ritos fúnebres de los pueblos más pobres del Sur de Italia. Allí la gente vela a los muertos como si el tiempo se hubiera detenido hace siglos: alrededor del ataúd los hombres callan y las mujeres cantan y agitan pañuelos. El duelo sigue un protocolo tan antiguo como incuestion­able. Las expresione­s de dolor de las mujeres lubrican y aseguran el pasaje seguro al otro mundo.

Essere donne (1965), en cambio, se fija en la situación de las mujeres italianas de los 60, escindidas entre el cuidado sempiterno de la familia y el hogar y el trabajo en la fábrica y las jornadas de diez horas. El tono urgente de la película muestra hoy un estado singular del feminismo: las diferencia­s de género y el abuso de poder de los varones son un mal de segundo orden comparados con la explotació­n que mujeres y hombres padecen por igual. Se menciona poco al patriarcad­o y no se invita a hacer una revolución; el centro de las discusione­s lo constituye la búsqueda de las mejoras laborales concretas.

Tal vez la colaboraci­ón más potente de Mangini con Pasolini sea La canta delle marane (1962), que muestra una impresiona­nte aleación de mundos. Unos chicos van a pasar el día al bosque, lejos de la autoridad de los adultos. En medio de la naturaleza, levantan un islote de anarquía en el que se agreden y ponen a prueba sin motivo, sobreviven de la caza o ensayan las minucias de los hurtos futuros. Son ragazzi pasolinian­os dispuestos bajo el sol y los lagos de una película campestre a lo Renoir antes de la caída trágica de Acattone o Mamma Roma. El ojo de Mangini, siempre ágil y lúcido, descubre en esa ficción utópica gestos cuya verdad no podría registrar ningún documental.

Spheeris y su trilogía punk

Otra mujer que tuvo que abrirse paso en un mundo masculino fue Penelope Spheeris. Recordada por su magnum opus El mundo según Wayne (1992), la directora estadounid­ense tuvo a la par de su tránsito hollywoode­nse una carrera como documental­ista. El foco del Bafici dedicado a Spheeris se compone de las tres partes de The Decline of Western Civilizati­on, trilogía legendaria que sigue la escena del punk y del metal en Los Angeles a lo largo de dos décadas. Hasta 2016, cuando tuvieron su lanzamient­o digital, las películas solo pudieron verse en viejos VHS.

La primera parte, estrenada en 1981 y filmada dos años antes, sigue a algunas bandas del movimiento punk de LA y a su público. Los recitales tienen una potencia inusitada para la época: las bandas cantan y tocan a una velocidad que desfigura palabras y acordes. Los músicos de Black Flag, Circle Jerks o Fear y sus fans se comunican con insultos, escupidas y agresiones. La furia del movimiento no tenía un programa político y podía explotar en cualquier dirección. Darby Crash, cantante de The Germs, se suicidó con una sobredosis de heroína poco antes del estreno. The Decline mostraba con desparpajo una subcultura joven que la nueva América reaganiana hubiera preferido no ver.

Una década después, Spheeris se detiene en una transforma­ción: a la ira incontenib­le del punk le siguieron los excesos y la decadencia del metal y el glam de los 80 con bandas como Kiss, Aerosmith, Ozzy, Megadeth o Motörhead. Los punk rockers marginales cedieron el podio a los nuevos cantantes y guitar heroes: el éxito fue tan veloz como la caída de muchos de ellos. La escena más impresiona­nte de la segunda parte de The Decline (1988) segurament­e sea la de la pileta en la que el guitarrist­a de WASP Chris Holmes, al lado de su madre, toma vodka y desvaría. La potencia del momento disipa cualquier posible sospecha de amarillism­o.

Si la primera parte de The Decline puede ser vista como una tragedia y la segunda como una farsa, la tercera (1998) se parece más a un testamento. A Spheeris ya no le interesan tanto las bandas como sus fans, los gutter punks, una horda de chicos descastado­s que viven en la calle, mendigan y adoptan el punk como estilo de vida. La directora nunca estuvo tan cerca de sus entrevista­dos: a los pocos momentos de calidez con fiestas, alcohol y música, le siguen escenas de una tristeza desconsola­da. El aire mortuorio y final de la última parte de The Decline puede entenderse hoy como una respuesta destemplad­a pero sincera a la fábula cándida de El mundo según Wayne.

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El corto de Mangini, La canta delle marane (1962), es el más intervenid­o por Pier Paolo Pasolini.

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