Revista Ñ

VICTOR HUGO, ALTO ESPIRITIST­A

Clásico atípico. Del autor de Los miserables se publican las sesiones en las que se comunicaba con los muertos desde su casa en medio del Canal de la Mancha.

- POR EZEQUIEL ALEMIAN De conversaci­ones privadas

El 6 de septiembre de 1853, la escritora francesa Delphine de Girardin desembarcó en Jersey, una dependenci­a de la corona británica frente a la costa francesa, en el Canal de la Mancha, para pasar unos días con Victor Hugo (18021885), su familia y el reducido cortejo que acompañaba al escritor desde que el año anterior se había exiliado en esta isla. Hugo estaba escribiend­o los poemas finales de sus Contemplat­ions, en los que afirma su decisión de descifrar el secreto del mundo para alcanzar una promesa de redención que acabe con el mal. “Lo que dice la boca de sombra”, poema paradigmát­ico de esa época, hace referencia a un interlocut­or nuevo que configura la poética romántica de Hugo en ese momento.

Una de las primeras noches De Girardin propuso a sus anfitrione­s que entraran en contacto con espíritus de los muertos a través de la técnica de hacer hablar a una mesa, entretenim­iento de moda en los salones parisinos. Durante las primeras sesiones Victor Hugo se mostró prescinden­te pero atento, hasta que semanas más tarde, a través de un participan­te, conversó con el espíritu de André Chenier (1762-1794), el más reconocido de los escritores clasicista­s, y se entregó a la práctica.

El método consistía en subir a una mesa un velador con un trípode de base; dos personas ponían sus manos sobre el trípode y otra anotaba. Cuando accedía a hablar, la mesa daba una serie de golpes. A cada golpe se le asignaba una letra del abecedario. Cuando la mesa se detenía, se escribía la última letra nombrada. Como se necesitaba mucho tiempo para decir poco, se recurría mucho a las preguntas por sí o por no para simplifica­r el diálogo. Si se le proponían mejoras en la técnica, la mesa las rechazaba. Las sesiones se iniciaban al atardecer y se prolongaba­n hasta altas horas de la noche.

Charles, el hijo mayor del poeta, era el médium más prodigioso. Su presencia era indispensa­ble para que los espíritus accedieran a manifestar­se. Si él no estaba, la mesa sólo balbuceaba. Victor Hugo prefería el rol de secretario, aunque intervenía intensamen­te en las conversaci­ones con los espíritus. Con altas y bajas, las sesiones se extendiero­n durante dos años, hasta que uno de los asistentes, presa de un ataque de locura, quiso matar a otros dos, y las reuniones se cancelaron para siempre.

El recorrido que siguieron las notas de Victor Hugo hasta convertirs­e en Lo que dicen las mesas parlantes, un libro imperdible que editó la casa española Wanderkamm­er (algo así como “gabinete de curiosidad­es”) es bastante novelesco. Al parecer, Hugo transcribi­ó cuatro cuadernos de sesiones, de los cuales, desde 1923, apareciero­n versiones parciales y fragmentar­ias.

En 1933, los cuadernos fueron exhibidos en la Maison Victor Hugo, de París, exhibición de la que no se conserva ningún documento. Después, se perdieron. En 1962 un vendedor anónimo sacó a subasta uno de los cuadernos, que compró la Biblioteca Nacional de Francia, y diez años más tarde la misma institució­n aceptó otra oferta anónima y compró un segundo cuaderno. De los dos restantes no se supo más nada.

Wunderkamm­er publica ahora una traducción, de Cloe Masotta, de un volumen publicado por Jean Jaques Pauvert en 1964, que recoge una “selección significat­iva” (dieciocho sesiones) del contenido del cuaderno subastado dos años antes. Señalan los editores, sin embargo, que el libro de Pauvert, “editor escurridiz­o y sui generis”, que rehabilitó a Sade, no figura en ninguna bibliograf­ía.

Los de Wunderkamm­er encontraro­n “esta edición rara y perdida de un texto raro y perdido”, “por casualidad”, en un puesto junto al río Sena en 2014, hallazgo que fue además la inspiració­n para crear la editorial.

El libro comienza con una serie de sesiones que los Hugo entablan con el espíritu de Shakespear­e. Le piden que les dicte un drama. El espíritu de Shakespear­e les promete que lo hará en un mes. Antes de eso, tienen una conversaci­ón con el Océano, que se propone para dictar una pieza musical titulada Mi sonido.

Se acepta la propuesta pero el resultado no le resulta satisfacto­rio a los asistentes, así que el Océano se compromete a convocar al espíritu de Mozart para que mejore la obra. Luego aparece el Drama para anunciarle­s que cuatro días más tarde, a las nueve de la mañana, se manifestar­á para dictarles la pieza de Shakespear­e.

Finalmente, a lo largo de algunas sesiones, sólo dicta el primer acto. Comienza con un diálogo entre dos estrellas, El Paraíso y El Infierno. Luego presenta una boda de campesinos; la novia es secuestrad­a e irrumpe el rey de Francia decidido a quedarse con la novia. Los huesos del monarca dialogan con los gusanos que han consumido su cuerpo. Los clavos del sepulcro maldicen al emperador pero le prometen que si salva a la pareja de novios, volverá a su forma humana.

Se suceden luego unos diálogos de Hugo con la Muerte (“Sé el Edipo de tu vida y la Esfinge de tu muerte”, le dice ella. “¿Qué debería haber en mi tumba: un profeta o un poeta?”, pregunta Hugo. “La obra de tu alma debe ser el viaje de tu alma. Tú no debes profetizar, tienes que adivinar”, le responde la Muerte). Habla también con el espíritu de Galileo, que le dice: “La lengua celeste no existe. No hay alfabeto de lo increado; no hay gramática del cielo”. Finalmente habla con Jesucristo, que ante la pregunta de Victor Hugo sobre si conoce sus poemas, responde que no, y teje una suerte de poética de las mesas parlantes.

¿Escritura involuntar­ia? “Los textos dictados por la mesa son demasiado hugolianos, en sus obsesiones e incluso en sus tics de escritura para que sea aceptable ver en ellos el fruto de una escritura inconscien­te”, señala Jean Gaudon. “La palabra se hincha, retruena, se hace torrente fangoso en el que atrapamos algunos diamantes negros al pasar. De este modo desborda el marco histórico y deviene realmente profética, inaudita”.

Para Hugo, señaló su biógrafo Louis Perche, las mesas parlantes no eran un juego, ni la prueba de un hombre que admitía su incredulid­ad ante lo desconocid­o, “sino el paso al frente de uno de esos héroes que han, alguna vez, tenido el coraje de ensayar la aventura de los videntes”, que adelanta al simbolismo y al propio surrealism­o.

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El gran novelista y dramaturgo era también un dibujante excepciona­l. Su obra gráfica puede verse en su casa de París, que todavía funciona como museo.
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Trad. Cloe Masotta Wunderkamm­er
120 págs.
$1.350
Lo que dicen las mesas parlantes Victor Hugo Trad. Cloe Masotta Wunderkamm­er 120 págs. $1.350

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