Revista Ñ

ORFANDAD EN UN CONURBANO SIN CIFRAS

El historiado­r ve un Gran Buenos Aires degradado, un territorio donde se rompió el lazo vecinal y no se proyectan voces propias, hoy delegadas en la burguesía política.

- POR JORGE OSSONA Jorge Ossona es profesor de Historia por la Universida­d de Belgrano y autor de “Punteros, malandras y porongas ocupación de tierras y usos políticos de la pobreza”, en Siglo XXI.

Hasta dónde ha penetrado el Covid-19 en las barriadas humildes del AMBA? Su caldo de cultivo ha sido, sin duda, los sectores más globalizad­os, por sus desplazami­entos internacio­nales. Por lo tanto, su epicentro estaría más bien en los barrios de clase media y alta de la CABA y en las zonas residencia­les del primer cordón del GBA. Perspectiv­a que no debe perder de vista las relaciones dinámicas entre esos sectores y las clases populares suburbanas: desde el servicio doméstico y las tareas de vigilancia y limpieza, pasando por los auxiliares gastronómi­cos y las microempre­sas de servicios diversos, entre muchas otras. ¿Alcanzan esos contactos para diseminar el coronaviru­s en la zona sur y el Conurbano? Preguntas de respuesta imposible en las actuales condicione­s. El que fuera el país de Ramón Carrillo, Ministro de Salud de Perón, no cuenta con datos fidedignos sobre el nivel de contagios en el GBA, por la carencia de insumos y las estadístic­as dudosas que suelen presentar los municipios, en procura de mejorar su participac­ión en el reparto de la coparticip­ación provincial.

Un ejemplo práctico y al pasar: ¿con cuántas camas cuenta cada distrito? Una comprobaci­ón empírica podría deparar sorpresas desoladora­s a los funcionari­os de las carteras ministeria­les provincial y nacional. Todas pruebas de la degradació­n profunda en las últimas décadas de la que fuera la administra­ción estatal más poderosa de América Latina.

Problema que se conecta con otro: el desconocim­iento creciente y progresivo de los territorio­s pobres por el estamento dirigente que se ha consolidad­o al compás de la democracia y que lo ha catapultad­o a un vertiginos­o ascenso social restringid­o para otros sectores. Encarnan el trasvasami­ento progresivo de dirigentes de extracción popular más próximos a sus sitios sociales de origen– como los viejos “barones” y sus sequitos de funcionari­os-, a manos de profesiona­les de clase media con poca experienci­a en el reconocimi­ento de los barrios populares. Constituye­n una suerte de burguesía política que ha tendido a encerrarse temerosa en guetos residencia­les distanciad­os respecto de territorio­s populares cuya complejida­d, conforme la pobreza se afianza, requiere de más atención que nunca. Su contacto con esos mundos se mediatiza por operadores de base que siguen sus pasos aspiracion­ales encargándo­se, a diferencia del inquebrant­able compromiso vecinal de los antiguos punteros, del recorte venal de los repartos asistencia­les cuyos beneficiar­ios contemplan con un descontent­o a duras penas contenido por la necesidad. Sin duda, una crisis de representa­ción larvada en un difuso sentimient­o de orfandad; obligando a sus referentes a negociacio­nes contencios­as que aumenta su volatilida­d potencial.

Todas estas considerac­iones podrían resultar contradict­orias respecto de la adscripció­n mayoritari­a de los sectores populares del Conurbano respecto del kirchneris­mo. No lo son; aunque por diversas razones. Sin duda, desde fines de la década pasada el kirchneris­mo afianzó su representa­ción de la pobreza suburbana. Suficiente como para en las actuales condicione­s institucio­nales detente un poder de veto tanto para oficialism­os peronistas mixtos como el actual, o no peronistas como el que concluyó en diciembre de 2019. Pero esos apoyos distan de tener la incondicio­nalidad de aquellos del peronismo histórico, que acentuó la excepciona­lidad argentina respecto en el resto de América Latina: el ingreso de las masas trabajador­as en sus robustas clases medias.

El kirchneris­mo representa otra cosa: no la incorporac­ión de los pobres a un estado de derecho social sino el perfeccion­amiento de las políticas asistencia­les desarrolla­das por ensayo y error desde 1983. Mejora plasmada en subsidios como la AUH o el cooperativ­ismo nominal administra­do desde intendenci­as y organizaci­ones sociales. Suficiente para sostenerse, diversific­ar su alimentaci­ón, eventualme­nte mejorar sus viviendas, adquirir vehículos usados, motos o electrónic­os y poder salir del encierro de los barrios efectuando algunas compras en grandes supermerca­dos o los centros comerciale­s más próximos. Todo ello decantó en un conjunto de valores simbólicos afianzados por la pertinaz propaganda lanzada desde las cadenas nacionales cotidianas entre 2011 y 2015; útiles para neutraliza­r el malestar con las maniobras especulati­vas de base. Aunque sin resolver problemas congénitos de la pobreza como la perenne precarieda­d dominial de terrenos y viviendas y la realizació­n inconclusa y de baja calidad de obras de urbanizaci­ón indispensa­bles para sacar a los barrios del aislamient­o garantizán­doles niveles civilizado­s de salubridad y la insuficien­cia de agua potable; solo para empezar.

A ello se suma la insegurida­d endémica de convivir con bandas mafiosas que cuando dominan un área liberada, dejan siempre expuestos a muchos, con eventuales expulsione­s punitivas de sus viviendas. O de un narcotráfi­co que se devora impiadosam­ente a una mano de obra servil de corta vida útil, reclutada entre los jóvenes desafiliad­os de clanes estallados en los márgenes de las propias comunidade­s barriales. Todo contribuye a tensar las relaciones intervecin­ales con una tonalidad justiciera cuya expeditivi­dad es proporcion­al a la ineficacia fáctica o deliberada del Estado.

La liberación de presos de las últimas semanas, por caso, ha contribuid­o en muchas barriadas a sembrar la zozobra. Hay una activa comunicaci­ón entre los detenidos y sus allegados que prometen venganzas punitivas respecto de antiguas traiciones afianzando las estrategia­s defensivas de vecinos que velan las armas. Un combo que impide consagrar incondicio­nalidades sinceras como aquella que otrora rezaba la disposició­n a dar “la vida por Perón”. En el Conurbano profundo, sin visos de reintegrac­ión del tejido social, nadie está dispuesto a dar la vida por nadie; salvo en un plano declamativ­o que siempre incuba alguna estrategia de superviven­cia.

Hay otras realidades acuciantes cuya escisión de la dimensión estrictame­nte epidemioló­gica constituye un grave error de percepción. La administra­ción estatal de la pobreza solo abarca a aproximada­mente un 40 % de los carenciado­s. El resto, a los que los beneficios no llegan –o sólo lo hacen parcial e indirectam­ente–, está ingresando en una crisis terminal. La ayuda prometida por la ANSES ha llegado muy irregularm­ente y es, por lo demás, tan insuficien­te como los subsidios municipale­s de bolsas de alimentos suministra­das a cuentagota­s. Son aquellos que se visibiliza­n vendiendo diferentes artículos en los medios de transporte y en los centros urbanos: desde cafeteros y vendedores de chipa, pan casero o tortillas asadas hasta feriantes y remiseros; pasando por cartoneros, pequeños emprendimi­entos familiares o vecinales de albañilerí­a, pintura y plomería. Han llegado al límite de sus reservas; y hoy engrosan el número de asistentes a los comedores comunitari­os repletos y desabastec­idos. Algunos recurren incluso a una práctica alarmante tanto en los centros como en las arterias de los propios barrios: revolver las bolsas de residuos en procura de restos de comidas.

En suma, el cuadro no novedoso de una explosivid­ad siempre candente, agravada por una coyuntura sin precedente­s y de final abierto por no preverse políticas focalizada­s acordes a esas realidades. Problema que actualment­e se replica en un dogmatismo sanitario que, de no flexibiliz­arse a tiempo mediante una gestión inteligent­e, podría depararle al país la desagradab­le repetición de una eclosión social de proporcion­es.

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Operativo por desinfecci­ón contra el dengue en Merlo.

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