Romeo y Julieta en el desierto
CineAr. Rareza del cine local, Las furias es un western desaforado con foco en la relación prohibida entre un joven huarpe y la hija de un terrateniente.
Una camioneta parada en el medio del desierto. Alrededor no hay nada, solo un paisaje inhabitado. A estas imágenes suele llamárselas “planos de establecimiento”: presentan un lugar, introducen al espectador en el universo de la historia. Pero el plano de la camioneta y el desierto establece otra cuestión: la pertenencia a un linaje, el del western, dispositivo mediante el cual el cine estadounidense fijó una épica cinematográfica que con el tiempo irradió a otras geografías. Género caído en desuso pero no en el olvido; alcanza solamente con pertenecer a la cultura para que cualquier espectador, haya visto westerns o no, reconozca allí una huella inmemorial. El cine argentino se apropió algunas veces de esa cartografía pasional y la ajustó a sus necesidades, pero nunca lo hizo como en Las furias, una película libre que se sirve del género para filmar una historia desbordada.
A ese plano le sigue otro con Leónidas y Lourdes abrazados y besándose. Él (Nicolás Goldschmidt) es un joven huarpe que desoye el mandato de su tribu y se une con la hija (Guadalupe Docampo) de un terrateniente del lugar que escapa del yugo paterno. La directora Tamae Garateguy reviste a sus personajes de rasgos elementales y acaba imprimiéndole al romance una escala antropológica, como si en la relación de los dos se convocaran miles de otros amores trágicos. Todo conspira contra ellos. El padre (Daniel Aráoz), una bestia que esclaviza a la madre y viola a la hija, se dirige con sus esbirros al caserío huarpe, que dentro de poco también será suyo: allí se mide con el jefe del lugar (Juan Palomino), y le dice que si le entregan a la hija “pueden quedarse un poco más”. En la disputa entre Aráoz y Palomino vuelven como una ráfaga luchas eternas entre blancos e indios, entre acaudalados y miserables. Las actuaciones de los dos dejan adivinar el gusto de ponerle el cuerpo a arquetipos: en ese duelo de personalidades se reconcentra un placer por la actuación difícil de ver en el cine argentino.
El relato de Leónidas y Lourdes se mueve entre dos momentos diferentes: el del inicio de la relación y la huida frustrada primero, y en el reencuentro que ocurre muchos años más tarde. La película va y viene, recorre sinuosa el derrotero de la pareja, menos preocupada por la cronología que por exprimir el aliento épico de la historia. Una bruja irrumpe varias veces anunciando los efectos de alguna maldición. Filmar la magia no es cosa de todos los días para la cinematografía local, que desde finales de los 90 y el surgimiento de lo que se llamó Nuevo Cine Argentino, salvo honrosas excepciones, discurrió mayormente por los canales del costumbrismo.
Cualquiera que vea el paisaje de Las furias no piensa en Aballay o en El ardor, sino en los westerns enloquecidos por el calor de Glauber Rocha. Hay que irse hasta Nazareno Cruz y el lobo para buscar una película que se tome tan en serio la representación del mal: la hechichera que hace Susana Varela podría ser otro avatar del diablo gaucho de Alfredo Alcón.
La relación con Favio no se acaba ahí. No hubo muchos directores después de él que mostraran su falta absoluta de temor al ridículo o que se atrevieran a contar historias fantásticas. Mariano Llinás y Luis Ortega, aunque con estilos muy distintos, pueden ser vistos hoy como herederos lejanos de ese programa estético. Silenciosa, Garateguy viene a engrosar esas filas. Ya en Mujer lobo, de 2013, había una lectura negra y excesiva del terror: la película exhibía un pulso infrecuente para filmar el peligro y el sexo. Con Las furias, la directora se inmiscuye en otro género fuerte, uno tradicionalmente masculino, y hace del western un cine de pasiones que se descargan y se filman con violencia.