Un mohicano acuartelado entre los estantes
Retrato. El editor Edgardo Russo pasó por El Ateneo, Adriana Hidalgo, Interzona, y fundó El cuenco de plata. Dejó un sello inconfundible.
“¿Quién no se peleó alguna vez con Edgardo Russo?”, se preguntaba Daniel Link en una nota de despedida al director de El cuenco de plata. La pregunta era retórica, porque aludía a un carácter fuerte, sobre todo intransigente en su cuidado del libro y del catálogo editorial por encima de cualquier consideración social e incluso de las amistades personales. Pero esa persona bien puede ser Silvio Mattoni, según lo que expone en Otra fe en la materia, “una suerte de crónica” seguida de una carta sobre el trabajo que compartieron en varias editoriales.
Mattoni se excusa de ocuparse de la biografía de Russo, porque “no hablaba sino de libros”, para evocar el diálogo que sostuvieron a lo largo de quince años. Una conversación a distancia con pocos encuentros personales, ya que uno vivía en Córdoba y el otro en Buenos Aires, pero intensa en términos de producción: “Nuestros mensajes eran pruebas de galera, anuncios, proyectos que nunca dejaban de sumarse”.
Tampoco los sucesos de la época contaban demasiado en esos intercambios: “Caían gobiernos, moría gente, explotaban los bancos, la moneda se devaluaba, pero estábamos siempre entre un filósofo italiano y un diarista francés”.
Russo no fue solo un editor apasionado, dice Mattoni, sino ante todo un lector y en ese sentido transgredió una regla del oficio, ya que publicó los libros “que él quería para sí, para su biblioteca que se remontaba a otras épocas”. Además, hizo de la edición una obra propia no ya en el sentido tradicional –el de componer un catálogo reconocible, y en su caso, además, de modo continuo más allá de los sellos– sino en el de continuar un trabajo de otro ámbito: el que inició como poeta y narrador, particularmente en Reconstrucción del hecho (1988), donde a través del poema daba voz a fotógrafos, pintores y otros poetas.
Editar, para Russo, fue entonces escribir pero también actuar con la suficiente audacia para sostener su apuesta en el mercado y para resolver preocupaciones básicas, como la disyuntiva entre el libro como mercancía y como objeto de cultura, o el drama del editor nacional y el fantasma de la tradición perdida: con su edición del Ulises de James Joyce (2014), a la que dedicó cuatro años junto al traductor Marcelo Zabaloy, “el mito argentino volvía a surgir”.
La carta que sigue a la crónica de Mattoni prueba que la conversación continúa ininterrumpida y da testimonio de esa otra fe que se invoca: las vidas se dedican a escribir para que en lo escrito perdure una vida auténtica.
Edgardo Russo (Santa Fe, 1949 – Buenos Aires, 2015) murió mientras trabajaba en su oficina. Empezó a desempeñarse como editor en el Centro de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral. No le gustaban las publicaciones cartoneras, pero la edición de Vera Cartonera –en la colección de Francisco Bitar– sigue sus principios de calidad y es un homenaje. “Hagamos primero el Ponge, después el Bataille, después el Bonnefoy”, fueron las últimas palabras que le dijo, o le dictó, a Mattoni. Un plan editorial como última voluntad.