Un diván para Marcos López
En realidad no sabíamos muy bien a qué íbamos. La gacetilla invitaba a un Observatorio en duetos, y luego precisaba: “el Observado será Marcos López y el Observador elegido por el reconocido fotógrafo argentino será Rafael Spregelburd”. Las pocas certezas que ofrecía la invitación y el uso algo misterioso de las mayúsculas atizaron nuestra curiosidad, y hacia allí (la Casa Nacional del Bicentenario) fuimos.
Todo indica que unos minutos antes de empezar el evento, López y Spregelburd se juntaron tras bambalinas y trazaron algo así como las lineas de contención sobre las que iban a erigir el castillo de naipes de la charla. Pero cuando empezó, algo cambió. (¿O en realidad estaba todo planeado? Esa pregunta nos acompañaría durante toda la velada). La fotógrafa del lugar estaba haciendo su trabajo y López le pidió que se acercara un poco más.
–¿Qué pasa si te metés en el cuadro y sacás la foto desde adentro?– le dijo –Ahí está la diferencia entre fotografía documental y puesta en escena.
La conversación entre un dramaturgo y un fotógrafo sería, entonces, ya nos quedaba claro, una puesta en escena, o directamente una escena. Entonces, López (el Observado) empezó a hablar y a hablar y a hablar. Lo hacía con énfasis, empuñando un micrófono demasiado cerca de su boca, produciendo así una leve saturación del sonido que le confería al “cuadro” una potencia casi punk. Contó, por ejemplo, de una vez, hace añares, en la que viajó con una novia a un pueblo y asistieron a un concierto de Los Ratones Paranoicos (“odio el rock”, dijo López, con el mismo desparpajo con el que luego diría “odio el fútbol”) y Juanse saltó por arriba de un parlante como si fuera Jagger y a López lo impacto justamente eso, el “como si fuera”. El arte latinoamericano, acordaron Observado y Observador, sería eso: la copia de un arte en estado puro (el del primer mundo). Modelo y copia. Original y fake.
Así, Marcos López, que hablaba y hablaba, se convirtió en el analizado perfecto y Spregleburd tomó el rol de un psicoanalista. De hecho, nunca se paró, como si la silla del psicoanalista fuera la balsa desde la que se atraviesan las aguas movedizas del inconsciente del otro.
Toda sesión de psicoanálisis funciona así: el que asiste empieza a hablar, conecta temas, naufraga en esa deriva algo alucinógena de frases que no tienen, por momentos, demasiada conexión entre sí, y entre las que se esconde un lenguaje silencioso, secreto, que solo el psicoanalista sabe escuchar. Cuando termina de hablar, el analista (el Observador) toma la palabra y con todos esos pedacitos arma algo –una frase, una conclusión– y se la ofrece al otro a modo de souvenir. Eso fue lo que sucedió esa tarde/noche en la Casa Nacional del Bicentenario.
En algún momento de la charla, como si desclasificaran los archivos secretos de una obsesión, proyectaron en una pantalla algunas fotos de López. “Tus fotos son una feta de teatro congelado”, le dijo
Spreglburd, y ahí confundió deliberadamente dos roles que tienen mucho en común: el del psicoanalista y el del crítico cultural. Luego, López se puso a abrir unas bolsas enormes que había traído y a sacar cosas de allí adentro. Desde un libro (Autoayuda para snobs, de Daniel Molina, de quien dijo: “Es mi ideólogo de cabecera”) hasta cremas para la piel. A todos los elementos les iban encontrado un sentido en esa charla, en esa improvisación que se apoyaba en ese sistema: juntar cosas que están separadas y darles una unidad, una historia común.
Así, Spregelburd contó una de sus grandes obsesiones: el Ecce Homo de Borja, una pintura mural en un santuario en Zaragoza que tomó trascendencia porque una aficionada a la pintura trató de restaurarla y la modificó, interviniendo involuntariamente en el debate moderno sobre aura y reproducción, incluso sobre la noción de autoralidad.
La fotógrafa que entra en la escena que retrata, Juanse saltando un parlante, el Ecce Homo de Borja... con esos elementos, en apariencia disímiles, se fue armando esa sesión que pudimos presenciar en tiempo real.
–Nos fuimos de tema –dijo López en algún momento.
–No se si había un tema –cerró Spregelburd.